lunes, 28 de marzo de 2022

Temprano en la mañana en Illataco, y tarde en la noche en Tacata (tres caídas recientes)

Saliendo hoy, ya con luz de día pero no con toda la luz, ajusto el candado de la reja de calle, alzo la pierna, estoy ya montando la bi, cuando: sorpresa, siento venir a alguien cerca. No atropellarlo: desmontar. Para desmontar yo, mi otro pie debe pisar suelo, pero aquí hay desnivel suficiente para hacerme caer. Caigo muy lentamente, mientras el transeunte riendo dice: ¡Bueno! Ya en pie, riendo, y mientras él sigue su camino pero me atiende, le digo que casi me lo cargué, que para evitar eso, caí. Es que, saliendo, para ir hacia arriba, iba a tomar impulso yendo unos metros hacia abajo y, aunque el tipo llevaba botas, no lo sentí llegar. Consecuencias: lentes al suelo, cadena fuera de la estrella, dedos engrasados, mano terrosa.

También hoy, de vuelta de la compra mañanera, ya con luz de día (una nubosidad parcial hace rico a este amanecer), tomo la chaganchada que va de la plaza del pueblo, pasando por la calle Florida, a casi la calle Álamos. En su desemboque, estrecha senda para solo unos pies, los pies de los vecinos conocedores, pasto a la canilla en los costados, barro pegajoso donde asentar mis chinelas, voy a pie llevando de la mano a la bici, doy un paso en falso, hundo el pie en la acequia, veinte centímetros abajo, extiendo la mano al alambre de púa en un punto por suerte sin púas, y caigo suavemente (por segunda vez aquí, en unos meses). La mujer que a veinte metros atiende a un guacho, recalca lo barroso del camino y me dice que aunque la moto (de algún vecino) lo hace segura, ella lo pisa con temor. Alguien en moto (montándola?) pasa por aquí, y yo, a pie, no paso!

Otra caída, unas semanas atrás, en Tacata, de noche, llegando de vuelta de la ciudad. Salgo de la carretera a camino de tierra, es bajada, fuerte pero aun practicable y, al sentir que se me vienen, acezando pero sin ladrar, dos perros, debo desmontar. Al hacerlo, caigo. Esto asusta a los perros (es una suerte), que me dan tiempo para levantarme, recobrar en un segundo el ánimo, y carajearlos. Se entran a su casa. Ya de nuevo sobre la bici, me toca uno de los mejores trechos de todos los caminos que uso en este Quillacollo semiurbano: tierra, con algunas partes planas, suaves; muy poco carro en movimiento aunque algunos parados; como para recordar cómo eran los caminos del valle semirrural hace veinte años, con muchos menos carros y sin tanta volquetada de piedra echada al suelo para afirmarlo en tiempo húmedo para comodidad de motoristas y daño a ciclistas y peatones.

¿Es mucho caer para pocas semanas? Creo que no. Ocurre que hago cosas diferentes, en bici y a pie, que voy por suelo desnivelado, por caminos fangosos, que hay perros... ocurre que aprendo a envejecer.

sábado, 26 de marzo de 2022

Máquina extraña

Ayer, en puente Gamboa, subía una máquina que alisaba o nivelaba el terreno; lo hacía raspándolo, pasando una como cuchilla transversal gruesa y seguramente pesada, que hundía algunas de las protuberancias y, arrancando otras, las arrastraba hasta donde podía hundirlas. Durante un momento estuve cerca de la máquina, y la sentí del todo extraña al lugar (Illataco, campo semirrural al norte oeste de Quillacollo), sentí que su actuar (el actuar de la máquina, el de su operador, el de sus capataces técnicos y el de sus patrones políticos y empresariales) es algo que desde afuera busca transformar a este lugar en lo que este lugar no es (transformarlo en un lugar abierto sin obstáculos a los autos, y antes, abierto, quiero decir, dispuesto, a las intervenciones técnico-político-empresariales), pasando por unas fases (esta fase, la de esta acción de la máquina topadora) de destrucción. Al mismo tiempo, sé que, primera cosa, el conjunto de la gente en este valle de Cochabamba acepta que solamente pocas personas decidan temas importantes de los ambientes donde ocurren sus vidas diarias, o sea, que se trata de una sociedad jerarquizada que acepta la dominación sin casi contestarla. Sé, segunda cosa, que esta pasividad social lleva décadas en aumento. Y sé, por último, que los atisbos de contestación son desestimados como impertinencias ("huevadas" es el término técnico técnico de uso local para las cosas fuera de lugar, de las que, por ucase de los dominadores, no se habla); sé que, antes que contestación, no hay ni aun interrogación, que el estado de cosas no parece despertar extrañeza en quienes lo soportan, que en este valle las gentes aceptan sin pestañear estas últimas fases de la destrucción de sus mundos sociales, ambientales, y que, si me apuran, corren aparentemente contentos al matadero.

Una pregunta que me hacen

Enterado de que me muevo en bicicleta entre Quillacollo y la ciudad, más de uno me preguntó en cuánto tiempo lo hago, cuánto tardo. Como si eso tuviera importancia, primero, ante mi necesidad diaria de manejar bicicleta, y segundo, ante la inevitabilidad diaria de manejarla.

La repuesta que ensayo es que a veces tardo poco y otras veces tardo más tiempo en el viaje entre Quillacollo y la ciudad. Evito dar un número de minutos, que es lo que los preguntantes esperan, piden. Mi ritmo de vida elude el contar en minutos las duraciones de las cosas que hago.

Tardo poco cuando repito en alguna medida, por trechos del camino, mi modo anterior de ir en bicicleta, más o menos rápido. Y tardo más tiempo en varias diferentes otras maneras: por ejemplo, porque, por uno u otro motivo, me bajo de la bicicleta, o cuando disfruto de la lentitud, o cuando, sin darme cuenta y sin necesariamente disfrutar, voy lento y ya, tal vez ensimismado (completamente dentro del camino en lo que hace al cuidado de mi seguridad..., pero es un cuidado, digamos, automático, un tanto inconsciente, mecánico; y completamente fuera del camino en lo que hace a permitir que los temores del camino afecten a mi ponerme a pensar en lo que necesito pensar durante mi pasar por esos lugares del camino).

viernes, 25 de marzo de 2022

Perro negro en la noche en Illataco

Hay un perro negro dos cuadras abajo de donde vivo que al llegar yo de vuelta en la noche, logra que me baje de la bicicleta (y se lo agradezco: porque así camino, y caminar es lindo, y porque me vence, y a esta edad, perder es cosa diaria...). Al llegar a su lugar (sin piedras para él en el bolsillo de la chamarra, como las tenía para otro perro muy insistente, hace cuatro años, en otro lugar), con mi solo acercarme, se entra a su casa; pero una vez pasado yo, sale ladrando (qué conveniente que se dé a conocer; imaginen que se me viniera de callado desde atrás... hay algunos perros que lo saben hacer) y me persigue, no tan de lejos como yo quisiera. Así que prefiero bajarme nomás y caminar. Entonces, camino lento, hablo, y si es necesario, me doy la vuelta, encarándolo; con lo que él da media vuelta y de nuevo se entra a su casa, ladrando. Alguna noche, esto se repite. ¡Es un juego! Después, mientras el negro se queda ladrando atrás, al poco rato de camino, de la casa vecina salen dos y más perros, también ladrando, pero estos saltan, se me acercan, los dejo acercárseme, dejo una mano atrás para que uno o una de ellas la toque con su hocico, caracolean, ladran fuerte, corren de aquí para allá, en fin, son perros, pues.

-- De otro perro negro: https://cuadernociclista.blogspot.com/2018/03/el-perro-en-la-noche-de-la-calle-santa.html?m=1

De perros que me sienten pedalear cerca de ellos: https://cuadernociclista.blogspot.com/2019/05/perros-en-las-noches.html?m=1

domingo, 6 de marzo de 2022

Un pis en Coñacoña

Apoyada a mi cadera y con su rueda delantera sobre el pie de un molle, mi bicicleta está con mi quietud. Ante mí, la laguna, y hay puntos en su piel en los que el sol que nace me guiña. Yo echo mi agua al pie del molle, en la vera de la (buldoceada, dragada, rellenada, extraída) laguna de Coñacoña. Entro en el silencio: durante un buen rato no hay carros, de allá no vienen y del otro lado, tampoco.