jueves, 23 de abril de 2020

El meollo del soñar estando despierto

Miriam, como parece que con el Blochs Hoffnung tu trabajar te impedirá amistar, aquí va, este es el meollo del soñar despierto, según algunos de aquellos que usaron a Bloch junto con usar el mesianismo judío (sabiduría y práctica que es de donde salió nuestra fe cristiana), aquí va : se trata de saber dentro de uno (pero aquí, "uno" es uno que está a un tiempo estrechamente unido a su pueblo que es un pueblo que vive en la espera del mesías o salvador que su Dios le dará, para liberarlo de su ser oprimido por inicuos reyes (presidentes, presidentas) [ver nota abajo] ... y al mismo tiempo ese "uno" es uno nomás, o sea, se sabe a sí y vive como individuo por ratos suelto, es decir que tiene conciencia), saber uno que, con ñeque, el sueño soñado despierto podrá abrir la rendija por la que en el rato menos pensado ("como un ladrón en medio de la noche") se colará, como se cuela el soplo aire (el aliento o espíritu, rúaj) por donde quiere, por donde a Él le dé su regalada gana, trastornando a su soberana voluntad, el aliento que es vida, nuestras vidas que son pues suyas... saber que ese todavía-no (¡todavía no llegas, Señor, hasta cuándo te esperaremos que nos libertes de esta esclavitud transida por el mal!), ese sueño soñado en despierto es, entonces, es decir, en cualquier momento, es decir, es derrepente un ya-aquí, ¡ya nomás, ahora mismo!, es justo lo que está pasando... gracias Dios mío por siempre estar salvándonos, gracias por salvarnos del pecado ahora mismo.

[Nota] ... para liberarlo de su ser oprimido por inicuos reyes (presidentes, presidentas, gerentes, supervisores e ingenieros, dirigentes sindicales y barriales, coordinadores y ascensoristas...)

sábado, 4 de abril de 2020

El deseo de la palabra, por Alejandra Pizarnik


La noche, de nuevo la noche, la [...] sapiencia de lo oscuro, el cálido roce de la muerte, un instante de éxtasis para mí, heredera de todo jardín prohibido.

Pasos y voces del lado sombrío del jardín. Risas en el interior de las paredes. No vayas a creer que están vivos. No vayas a creer que no están vivos. En cualquier momento la fisura en la pared y el súbito desbandarse de las niñas que fui.

Caen niñas de papel de variados colores. ¿Hablan los colores? ¿Hablan las imágenes de papel? Solamente hablan las doradas y de ésas no hay ninguna por aquí.

Voy entre muros que se acercan, que se juntan. Toda la noche hasta la aurora salmodiaba: Si no vino es porque no vino. Pregunto. ¿A quién? Dice que pregunta, quiere saber a quién pregunta. Tú ya no hablas con nadie. Extranjera a muerte está muriéndose. Otro es el lenguaje de los agonizantes.

He malgastado el don de transfigurar a los prohibidos (los siento respirar adentro de las paredes). Imposible narrar mi día, mi vía. Pero contempla absolutamente sola la desnudes de estos muros. Ninguna flor crece ni crecerá del milagro. A pan y agua toda la vida.

En la cima de la alegría he declarado acerca de una música jamás oída. ¿Y qué? Ojalá pudiera vivir solamente en éxtasis, haciendo el cuerpo del poema con mi cuerpo, rescatando cada frase con mis días y con mis semanas, infundiéndole al poema mi soplo a medida que cada letra de cada palabra haya sido sacrificada en las ceremonias del vivir.

http://www.materialdelectura.unam.mx/index.php/poesia-moderna/16-poesia-moderna-cat/194-093-alejandra-pizarnik?start=48

La palabra del deseo, por Alejandra Pizarnik


Esta espectral textura de la oscuridad, esta melodía en los huesos, este soplo de silencios diversos, este ir abajo por abajo, esta galería oscura, oscura, este hundirse sin hundirse.

¿Qué estoy diciendo? Está oscuro y quiero entrar. No sé qué más decir. (Yo no quiero decir, yo quiero entrar.) El dolor en los huesos, el lenguaje roto a paladas, poco a poco reconstituir el diagrama de la irrealidad.

Posesiones no tengo (esto es seguro; al fin algo seguro). Luego una melodía. Es una melodía plañidera, una luz lila, una inminencia sin destinatario. Veo la melodía. Presencia de una luz anaranjada. Sin tu mirada no voy a saber vivir, también esto es seguro. Te suscito, te resucito. Y me dijo que saliera al viento y fuera de casa en casa preguntando si estaba.

Paso desnuda con un cirio en la mano, castillo frío, jardín de las delicias. La soledad no es estar parada en el muelle, a la madrugada, mirando el agua con avidez. La soledad es no poder decirla por no poder circundarla por no poder darle un rostro por no poder hacerla sinónimo de un paisaje. La soledad sería esta melodía rota de mis frases.

http://www.materialdelectura.unam.mx/index.php/poesia-moderna/16-poesia-moderna-cat/194-093-alejandra-pizarnik?start=49

Una caja negra en el suelo, durante la cuarentena

Una caja negra, de plástico, sobre el suelo. Suena lo que la caja hace. La caja -- un cable le da electricidad, y una manguera la une a la cámara de goma de la rueda de un auto parado ahí sobre el asfalto, en la esquina -- la caja, sonando, infla la llanta del carro. El hombre gordo, parado al lado de la caja negra, se apoya en el vano de la ventana del lado de pasajero del carro. El hombre se retira de la ventana, da un paso atrás, se agacha, y atiende al funcionar de la caja. En la ventana, aparece la cabeza y el pecho de un niño delgado de seis años. La abertura completa de la casa en esquina, muestra a una mujer que manguerea el cemento del piso del garaje familiar; detrás de ella, dos carros cubiertos con lona. Es en una esquina del barrio de la Muyurina, en uno de los días de este abril del encierro por la enfermedad en el mundo, enfermedad que nos llega también aquí, a Cochabamba.

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Caridad durante la cuarentena. Una familia me ampara, me da refugio en estas semanas de encierro por la enfermedad mundial. Techo, comida y cariño es lo que a mí me dan ellos.

Por momentos, en varios de los cuartos de esta gente amiga : dos, tres, cuatro, y más, y hasta más televisores, y aparatos reproductores de música, y teléfonos móviles -- y cuento también a mi teléfono en el que ahora esto escribo -- suenan, suenan. Somos más de diez personas -- con este allegado, yo -- ordenadas en tres grupos familiares diferentes, que compartimos los amplios espacios separados, pero con comunes lugares de paso y de reunión, de la casa. Por momentos, aislados unos de otros, nuestros individuales aparatos emisores o chupadores de sonido nos separan un poco más. En otros ratos, largos ratos, apagadas o disminuidas las fuentes emisoras de ruido aislante nublante, nos compartimos entre nosotros, nos juntamos... y hay voces, las nuestras, que conversan. Las nacientes, silenciosas, reptantes, etereas, sutiles y pétreas palabras. La palabra, pues.

jueves, 2 de abril de 2020

El virus somos nosotros, por Eliane Brum


TRIBUNA

El virus somos nosotros. El efecto de la pandemia es el efecto concentrado, agudo, de lo que la crisis climática produce a un ritmo mucho más lento. Los científicos, y los adolescentes, piden cambiar urgentemente la forma en que vivimos.

2 ABR 2020

Al principio fue el virus. Coronavirus. En menos de dos meses después de la primera muerte, cruzó el mundo a bordo de nuestros cuerpos que vuelan en aviones. Se ha vuelto omnipresente en el planeta, pero tan invisible como ciertos dioses para los ojos humanos. Una parte de la población global se ha encerrado en casa, escuelas y comercios han cerrado sus puertas, los ardientes defensores de los seguros de salud comparten campañas para fortalecer la sanidad pública, los terraplanistas exigen respuestas de la ciencia, los neoliberales han sido vistos clamando: “¿Dónde está el Estado? ¿Dónde está el Estado?”. Por las ventanas de Facebook, Twitter, WhatsApp e Instagram, la gente decreta: el mundo no será nunca más el mismo.

No lo será. Pero quizás seguirá siendo bastante parecido. Además de nuestra supervivencia, lo que está en disputa en este momento es en qué mundo viviremos y qué humanos seremos después de la pandemia. Estas respuestas dependerán de cómo vivamos la pandemia. El después —la posguerra mundial de nuestro tiempo— dependerá de cómo elijamos vivir la guerra. No es cierto que en la guerra no se pueda elegir. La verdad es que, en la guerra, elegir es mucho más difícil y las pérdidas resultantes son mucho mayores que en tiempos normales. En la guerra, tenemos dos caminos personales que determinan lo colectivo: ser mejores de lo que somos o ser peores de lo que somos. Esta es la guerra permanente que cada uno libra hoy puertas adentro.

Si utilizamos la palabra guerra, debemos observar cuidadosamente al enemigo. ¿Es el virus, esa criatura que solo sigue el imperativo de reproducirse? Creo que no. El virus no tiene conciencia, no tiene moral, no tiene elección. Tendremos que vencerlo en nuestros cuerpos, neutralizarlo para reiniciar lo que llamamos el otro mundo que está por venir. Sin embargo, todo indica que ocurrirán otras pandemias, otras mutaciones. La forma en que vivimos en este planeta nos ha convertido en víctimas de pandemias. El enemigo somos nosotros. No exactamente nosotros, sino el capitalismo que nos somete a una forma de vivir mortífera. Y, si nos somete, es porque, con más o menos resistencia, lo aceptamos. Hay que cambiar la forma de vivir. Nuestra sociedad tiene que convertirse en otra.

Toda la ilusión de que el mundo lo controlan los humanos se ha disuelto en un tiempo récord.

El impasse que nos impone la pandemia no es nuevo. Es el mismo en el que nos puso, hace años, décadas, la emergencia climática. Los científicos —y más recientemente los adolescentes— repiten y gritan que hay que cambiar urgentemente la forma en que vivimos o seremos condenados a que parte de la población desaparezca. Y quien sobreviva estará condenado a una existencia mucho peor en un planeta hostil. Toda la información científica indica que es necesario dejar de devorar el planeta, que hay que cambiar radicalmente los patrones de consumo, que la idea de crecimiento infinito es una imposibilidad lógica en un mundo finito. Es un hecho comprobado que los humanos se han convertido en una fuerza de destrucción.

El efecto de la pandemia es el efecto concentrado, agudo, de lo que la crisis climática produce a un ritmo mucho más lento. Es como si el virus nos hiciera una demostración de lo que viviremos pronto. Dependiendo de los niveles de sobrecalentamiento global, llegaremos a una etapa en la que no hay vuelta atrás, no hay vacuna, no hay antídoto. El planeta será otro.

Como la crisis climática es más lenta, siempre se ha podido fingir que no existía, llegando al paroxismo de elegir a negacionistas como Jair Bolsonaro, Donald Trump y toda la conocida panda de destructores del mundo. El virus no permite fingir. Toda la ilusión de que el mundo lo controlan los humanos se ha disuelto en un tiempo récord. Y la humanidad finalmente ha descubierto que hay un mundo más allá de sí misma, poblado por otros que incluso pueden acabar con nuestra especie. Otros que ni siquiera podemos ver. En nuestro furor de especie dominante, extinguimos a muchas formas de vida. Y entonces llega el virus, que no está interesado en darnos ningún mensaje, solo se ocupa de sus propios asuntos, y nos muestra: vosotros, los humanos, no estáis solos en este planeta ni tenéis el control que creéis que tenéis.

El acercamiento social con aislamiento físico puede enseñarnos que dependemos unos de otros.

Sin embargo, la suerte no está echada. No es solo el futuro lo que está en disputa, también el presente. Aisladas en casa, las personas empiezan a hacer lo que no hacían antes: verse, reconocerse, cuidarse. Justo ahora, cuando se ha vuelto mucho más difícil, parece que es más fácil llegar al otro. A quien creó el concepto de “aislamiento social” le falló el raciocinio. Lo que tenemos que hacer —y que parte de la población global ya lo está haciendo— es “aislamiento físico”, como señaló el sociólogo Ben Carrington en Twitter. Lo que está sucediendo hoy es exactamente lo contrario del aislamiento social. Hacía mucho tiempo que la gente, en todo el mundo, no socializaba tanto, como muestran los aplausos al personal sanitario desde las ventanas de diferentes ciudades del mundo, la música, la poesía y también las caceroladas que los brasileños organizan para gritar “¡fuera!” al presidente que ha puesto a su población en peligro. Finalmente, los humanos han descubierto que pueden usar el móvil para conocerse, en lugar de aislarse cada uno en su aparato en las mesas de los bares y restaurantes.

Creo que la belleza que queda en el mundo es precisamente que la suerte no estará echada mientras todavía estemos vivos. El virus, que nos arrancó a todos del sitio, independientemente del polo político, está ahí para recordarnos eso. La belleza es que, de repente, un virus ha devuelto a los humanos la capacidad de imaginar un futuro en el que deseen vivir. Si la pandemia pasa y todavía estamos vivos, a la hora de recomponer las humanidades podremos crear una sociedad capaz de entender que el dogma del crecimiento nos ha llevado a este momento, que cualquier futuro pasa por dejar de agotar lo que llamamos recursos naturales, y que los indígenas llaman madre, padre, hermano.

El futuro está en disputa. En el mañana, llegue tarde o temprano, sabremos si la minoría dominante de la humanidad continuará siendo el virus atroz y suicida, capaz de exterminar a su propia especie destruyendo el planeta-cuerpo que la hospeda. O si detendremos esta fuerza destructiva al reinventarnos como una sociedad capaz de compartir el planeta con otras especies. En el sentido común, sabremos si lo que estamos viviendo es el génesis o el apocalipsis. O apenas la reedición de nuestra invencible capacidad para adaptarnos a lo peor, adhiriéndonos a los discursos salvadores que nos han esclavizado tantas veces.

La pandemia de la Covid-19 ha revelado que somos capaces de realizar cambios radicales en un tiempo récord. El acercamiento social con aislamiento físico puede enseñarnos que dependemos unos de otros. Y, por eso, debemos unirnos en torno a un común global que proteja la única casa que todos tenemos. El virus, que también habita este planeta, nos ha recordado algo que habíamos olvidado: los otros existen. A veces, se llaman coronavirus.

Eliane Brum es periodista y escritora. Traducción de Meritxell Almarza.

Esta es una versión del artículo publicado en la edición América de EL PAÍS.

Fuente:
https://elpais.com/elpais/2020/04/01/opinion/1585727569_913214.html