sábado, 21 de marzo de 2020

Envidié a mi hijo

Envidié a mi hijo el Negro cómo, al año y medio, dos años de edad, agarraba arañas entre sus manos y jugaba con ellas, para soltarlas después indemnes. Estudiaba mi hijo a toda clase de bicho, sin dañarlos. También, a esa edad, probaba comer diferentes clases y colores y grosores de tierra, hasta hallar su tierra, su estuco o cal preferida. Envidiaba yo su ser natural, cómo buscaba, hallaba su camino solo, con detenimiento y estudio. Después, a los cinco, siete años, el Negro empezó a desarmar y vuelta a armar partes de su bici celeste ¿o era roja de color? Y ahí se puso a traer a la casa desde la calle llaves mecánicas de todo tamaño, que temí las encontraba donde ellas tenían dueño. Sabría después yo que, mirando con calma en los lugares adecuados, no es tan raro hallar cosas útiles como llaves. ¿Pero tantas llaves y justo las que él necesitaba? Ya a sus ocho, diez años, volví a envidiarlo, esta vez por la claridad y complejidad de sus relatos escritos sobre colisiones motoristas que había visto en la calle, ubicando las posiciones respectivas de un actor, de un segundo y hasta de un tercero, describiendo sus trayectorias, y lo demás que los llevaría a colisionar. Al Negro lo hallaba parecido a mi padre, su abuelo, en esa frialdad para observar y registrar las acciones de la gente.

Dedo abstracto

La uña del dedo índice de la muchacha que a las ocho de la mañana acaba de abrir el puesto de venta de empanadas tucumanas en la avenida Heroínas casi esquina con Ayacucho, su dedo toca el vidrio de la caja de mostración, su uña golpetea ese vidrio, al ir contando ella las ¿calientes? empanadas, una a una, y cada empanada abstraída, de esta leve manera disminuida, convertida en desestimable, una empanada más, como, más tarde, en minutos, cada comprador de empanadas será vuelto, para ella la vendedora, en otra unidad más, contable solo en la medida abstracta en que a ella le dejará una, unas monedas, que ella a su patrona devolverá.

¡La mayonesa con que yo acompañaría un mascar mío de una a dos tucumanas, las cebollitas escabechadas, el ají fuerte, los más trocitos de verdura que le pondrían fibra a los bocados! Yo ya desayuné, y agua, propiamente, no se me hace la boca, pero las tucumanas me gustan, un poco menos que las salteñas, pero me gustan.

viernes, 20 de marzo de 2020

Quieta

Mi bicicleta para quieta días seguidos, ahora ya una semana entera quieta la férrea. La próstata hinchada e hinchadora no me deja subir a ella. Ahí está, apoyada a una pared del lugar donde vivo. Sin uso, el neumático de la rueda delantera se desinfla de a poco.

Pero este domingo, como sea, subo a la bi. Aunque deba ir lento, aunque deba sentarme a lo cruzado, casi a mujeriegas, voy en bici el domingo pasadomañana.

viernes, 13 de marzo de 2020

Fue agua

Fulge sobre la cubierta delantera de mi bicicleta una raya o línea delgada. No vaya a ser uno de esos alambres que echan a los caminos las gomas viejas de los carros, que pinchan y abren vías de fuga al aire de mis cámaras. La toco con un dedo y se borra sin dejar huella en la goma negra. Era agua. No salpicadura de la cebolla dulce que mastico. Ni el moco líquido, lágrima que cae de mi nariz que se queja así de mi terco quemar fumar tabaco. Fue alguna otra agua.

jueves, 12 de marzo de 2020

El chofer del trufi que usé hoy

Hoy en la mañana, de venida a la ciudad en el trufi, me tocó un chofer nervioso, indeciso en ocasiones en medio del tráfico. No fue agradable ser su pasajero, ahí sentado y con algún temor.

Dos días después. Me tocó un chofer de trufi que, agarrando el volante con rigidez, le daba jalones que no era agradable sentir cada vez en la cintura al quebrársete ella, con el apenas pequeño síncope repetido de su ritmo por romperse. Los choferes de movilidades, tan diferentes ellos en sus modos como entre nosotros lo somos los ciclistas.

lunes, 2 de marzo de 2020

El mayor de ejército en el micro a Quilalcollo

Sentado a mi lado en el micro, un hombre de unos cuarenta años, uniformado, hurga su teléfono móvil, durante varios kilómetros. A medio camino, deja el aparato y empezamos a hablar. En resumen, me dijo que Bolivia no estará bien mientras el ejército no "entre" al Chapare [y derrote a los cocaleros], que, como aprendió de un maestro suyo, los males se los erradica de raíz, que este es un país de resentidos, que hay sacar de la escena política a Evo Morales, que él ya combatió contra los cocaleros hace quince años y más. Hablando de sí, me dijo que es hijo de agricultor, que en Bolivia hay espacio o apertura para avanzar [económica, socialmente], como su caso lo muestra.

Rencor, dureza, inclinación hacia la muerte, a matar. En un momento el mayor hizo con una mano el gesto de corte, de matar, eliminar. Me dijo que en su teléfono jugaba a la guerra con compañeros suyos como parte de unos ejercicios incluidos en su formación o instrucción.

Fue el viernes, hacen tres días, volviendo a Quillacollo al comenzar la noche.

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Esto es algo que debo haber hecho o recibido antes, hacen treinta años, cuando me movía en micros y otras movilidades de pasajeros : charlar, oír a la gente, conocerla un poco. Tiene su lado rescatable esto de andar como pasajero, llevado, transportado a cambio de unas monedas.

Dos truferos en Illataco

Es bajo y tiene poco más de veinte años. Se sienta frente a mí y pide el desayuno básico, uno cincuenta, más dos panes, dos cincuenta. Son las siete de la mañana. Llega otro chofer de trufi y se sienta a su lado. Este es de unos cuarenta años, es bajo, pero no tan flaco como el otro. Hablan de otro chofer, supongo; dice uno que la próxima vez que [aquel otro chofer no ceda ante él, supongo], le hará tal cosa [no cederá él ante aquél]. Habla el otro de una paliza que dio a un tercero. Algo habrá en lo que dicen... mínimamente mala disposición hacia unos otros.

Entonces llega corriendo a la mesa un muchacho y le dice a uno de los choferes que dejó su teléfono móvil en el trufi. El chofer abre la movilidad, saca el aparato. Antes de devolvérselo, le pide al muchacho una recompensa. Y al otro chofer le hace el gesto con la mano de dos, dos bolivianos, que, supongo, es lo que espera recibir. Pero recibe cuatro bolivianos. La desayunera y yo nos escandalizamos. ¿Cómo cobrarle a alguien para devolverle lo que es suyo? El otro chofer nos dice que no hablemos de lo que no sabemos. Coordinadamente, la desayunera y yo les decimos que sabemos de qué hablamos, de olvidar una cosa y recuperarla.

Fue hace unas semanas en la plaza de Illataco.

Hoy, en Illataco, por subir al trufi del primer chofer del que hablo arriba, que saldrá pronto, veo que baja otro desde Falsuri, que me llevará antes. En el intercambio con el chofer de referencia, casi le pongo el dedo índice a la panza. Soy demasiado confianzudo.

Fue un gato en la BG

-- ¿Qué fue eso? -- le pregunto al muchacho que maneja el trufi, y él entiende que quiero saber qué era lo que esquivó bruscamente en el kilómetro 6 y medio. Yo quisiera que me responda que fue una bolsa que podía tener basura, o fue un trozo de madera, o un poco de arena... Pero él dice :

-- Un gato. -- Un rato después, yo le pregunto :

-- ¿De hace poco? -- y él entiende que pregunto por la antigüedad del atropello, y responde :

-- Sí, ratito.

Hoy, viniendo de Quillacollo en el trufi línea "dos cinco" (así se anuncian antes de partir de la plaza Bolívar), por donde comienzan los moteles, casi ante un surtidor grande, poco antes de unos extensos salones de exposición de carros japoneses, chinos, y más allacito hay un aserradero, y cerca de más tiendas de carros.

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En la ciudad, el jovero Omar ciclista me prestó su bicicleta, para lo que tuvo que salir corriendo de su trabajo, ir a su casa (media cuadra), sacar la bi blanca (de manubrio pesado, rebelde a mis brazos). Pedaleé para hacer compras entre 9 y 11 de la mañana.

Alcé dos palomas atropelladas por carros, una en la calle Ladislao C. casi Lanza, otra en la avenida Aniceto Arce.

Hoy es la vez número cuatro en mes y medio que vengo a la ciudad en movilidad de pasajeros. Es raro usar carro. Es difícil reducirme a ser pasajero. Pero mi asentadera delicada me obliga a ello. Para moverme entre Illataco y Quillacollo sigo usando la bicicleta.

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Añado al día siguiente. Ayer en la noche, de vuelta en Quillacollo, abordé el trufi que va a Illataco. La chofera era una muchacha que parecía de quince años, acompañada de su padre o abuelo. Se quejaban ambos de que arriba en el pueblo, la plaza estaba trancada por la celebración de la cacharpaya del carnaval. El viejo diseñaba nuevas rutas para eludir la plaza. La chofera condenaba a la controladora (la encargada por el sindicato de transportistas de dar la señal de partida a cada movilidad) por haberle permitido a ella salir, sabiendo que su ruta hacia Falsuri (unos kilómetros arriba de Illataco) sería interrumpida por la fiesta en el pueblo.