viernes, 19 de febrero de 2016

Esclavos vivir

El entrenador de fútbol repasa para los niños el rol de partidos próximos. Les dice que cada partido será una final. Insiste en que no arruinen lo bueno que hasta ahora hicieron. Si quieren ser campeones, dice, deben ganar y ganar. Luego, habla de que en la vida se trata de, si uno es carpintero, ser el mejor carpintero, si es electricista, ser el mejor... Algunos de los padres, madres, abuelos, sentados en la placita adjunta a la alquilada cancha enmallada de la zona oeste de la ciudad de Cochabamba donde, durante dos horas, tres días por semana, funciona la escuela de fútbol, o desde los asientos de sus carros, miran, sueñan. Se felicitan por cumplir el sueño de sus vidas : convertir a sus hijos, sus nietos en deshabilitados completos, intensivamente preparados, listos para ser esclavos contentos. Ellos, ellas, secretarias del jefe, auxiliares de contabilidad de la empresa, dependientes de atención al cliente de la tienda, suboficiales del ejército no tienen otra perspectiva de vida que “sacar adelante” a sus menores, haciéndolos “mejores” que ellos mismos, es decir, logrando que se borre de sus caras esa tristeza propia del gesto de los bolivianos occidentales, haciendo que se olviden de que son esclavos y que morirán como esclavos.

Sus pulcras poleras uniformadas. Para ponérselas, algunos de ellos se sacan poleras que reproducen las que ven en la televisión, con las marcas de la esclavitud impresas en la tela... la esclavitud de los jugadores profesionales a la que estos niños aspiran. A la cancha, cada niño con su propia pelota. No era así en mi tiempo: una pelota para todos, bastaba. Los conos de tráfico, plásticos conos para el manejo, arreo de ganado humano, les marcan los espacios por donde deberán moverse. ¿Juegan? No, son instruidos. No recuerdo haber necesitado aprender a jugar el fútbol, a no ser que fuera de los muchos compañeros que jugaban mejor que yo.

Saliendo de la sesión, algunos de los niños comprarán y beberán la bebida de color chillón que repone sus fuerzas, y dejarán en la placita la desechable botella de plástico. Subirán a los carros de sus mayores, manipulando sus teléfonos celulares, serán transportados a la casa, en cuya sala, se prenderán al televisor con dibujos, a la espera de la cena, comprada en el restaurant de cerca y recalentada en el horno de microondas.

miércoles, 17 de febrero de 2016

En la avenida Kyllman

Detrás de la cara de mi hijo, de su nariz recta, de su pelo negro enrulado, los codos de los brazos enormes de metal bruñido de las topadoras. -- Bulldozers, digo, son monstruos, máquinas que destruyen cosas, que disminuyen puestos de trabajo. -- Pero, replica mi hijo, son rentables, se pagan pronto, y ya manejé uno, durante un rato, en el río de Phaso.

Caminamos. Llegamos a la esquina de la cuadra de molles grandes y caprichosos, una cuadrita que me gusta, y que me trae una emoción recordada. El primero de los molles, que es pequeño, está secándose; solas dos ramas, muy empinadas, tienen verde. Su corteza blanquea. Miro adelante, hacia la ciudad. Voy a mear allá adentro, al tercer o cuarto árbol; aunque es de noche, tengo que esperar que una mujer, y luego otra, pasen cerca, entren a sus casas.

miércoles, 10 de febrero de 2016

Veo poda de gomero en la Heroínas. Menciono las formas variadas de los molles. Registro molle grande talado

Al inicio de la tarde, en la avenida Heroínas al sur de la esquina con avenida Oquendo, ramean el gomero grande. Desde la parte de atrás del camión de EMAVRA, un hombre de overol con una motosierra de brazo de más de dos metros, le corta sus ramas menos gruesas. La carrocería del camión carga ramaje de molle. Veo a tres de los hombres del equipo de podadores.

Meterse con el crecimiento de un árbol, intervenir. Dirigir al árbol. Quitarle brazos, cortárselos. (A Ximena, una amiga forestera, le gustan, me dijo, los molles de tronco grueso, altos, lo que se logra interviniendo en él desde temprano.) No voy a opinar sobre los cortes de ramas con fines humanos, en general. Yo rameaba a mi gomero cada año; en el último año, tardaba, con ayuda, medio día, y el patio rebalsaba de ramaje muerto, que cuando secaba, venía gente a llevarse para leña.

Pero entre lo especial de los molles están sus muy variadas configuraciones; son árboles que toman la forma que les da la gana, se parecen a lo que les apetece, se tuercen a placer. Tengo en mente molles abiertamente inclinados, descontrapesados : cuánto estarán jalando, estirando a la tierra hacia un costado del cielo, el costado de su elección... Detener esa libertad de los molles... no sé, no me convence. Dejarlos a su aire es lo que quisiera que se haga.

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El molle grueso, de entre treinta y cuarenta años, que había al borde del río Rocha, orilla interna (orilla oeste), a una cuadra o cuadra y media al norte del puente de Quillacollo, árbol que tenía cinco o seis ramas muy gruesas radiando del tronco, ramas que subían tanto como se alejaban del tronco, es decir, árbol que había sido rameado por la empresa de conducción de electricidad, pues sobre él pasaban cables... ese molle no está más. Junto con otros árboles fue cortado para dar lugar a canchas de deporte. (Allí juega básquet mi hijo.) Ese es un lugar repetidamente intervenido por las autoridades-los constructores: hace unos diez, doce años, allí vivían familias de gente de la calle, entre ellos inhaladores de clefa y alcohólicos; fueron expulsados cercando el área. Se instalaron allí lavadores de autos; y comideras que servian a los albañiles, choferes, guardias de seguridad concurrentes. Ahora, entre mallas, allí se hace deporte.