domingo, 17 de junio de 2018

La avenida Blanco Galindo

Un perro chapi color amarillo, así de enano, entra al río de carros, avanza tres, cuatro metros, mientras yo paso pedaleando y, más allá, veo una mujer que, mirando al chapi, que sigue avanzando seis, ocho metros, se lleva las manos a las mejillas, arruga la frente y saca involuntariamente la lengua, agitándola: ya... cuándo lo pisan, ay. Vuelvo la cabeza y veo que el perro, luego de haber sorteado indemne a unos cuantos trufis y camiones, regresa al lugar de donde partió. No pudo cruzar la Blanco Galindo, pero al menos no fue muerto.

Esto ocurrió cerca del viaducto. Unas cuadras más allá, de un grupo familiar que espera al borde del río de carros se desprende una wawa de unos cuatro años, llega a poner un pie en el bordillo de la autopista, y la mano de su padre lo captura y lo estira atrás, gritando: “¡Esto es la avenida!”

En los últimos días pasé varias veces por la avenida Blanco Galindo, hasta el hospital Seton, Coñacoña, y vi sobre la superficie de asfalto el bulto de lo que fue un perro grande, aplastado, aplanado por las ruedas de los camiones; también vi, pegados al asfalto, los restos de dos gatos, de una paloma y de varios otros pájaros, y hasta pude distinguir a un pequeño ratón muerto en la autopista. La velocidad de bicicleta, la mitad o un tercio que la de los autos, permite ver más detalles, cosas más chicas; el ciclista domina sin estorbos, mirando desde una altura cercana a la del peatón, todo el panorama delantero.

A velocidad de bicicleta, me apenó ver el miedo, el apuro con que, por los muchos lugares en que está rota la malla olímpica que divide los lados de la autopista, la gente la cruzaba; y me asustó ver cuánta gente inicia el cruce, para darse cuenta, como el perro chapi, de que por el momento no se puede, y se vuelve atrás, a esperar el momento oportuno para un nuevo intento. ¿Cuántas personas mueren atropelladas cada año en la avenida? Entre la cruz grande de madera labrada y pintada, que está unas cuadras antes de llegar a Quillacollo, y la ciudad, conté cincuentainueve cruces con flores en la jardinera central de la avenida, cada una signo de una muerte: apachetas.

Las pocas rotondas de esta avenida (serán seis u ocho) son un peligro: son pequeñas, su diámetro reducido permite que los automóviles las bordeen sin reducir casi nada de su velocidad, o más bien aumentándola, para impedir que ingresen a la vía los autos que esperan en los cruces. Así, cumplen una función exactamente inversa a la supuesta, que es ser tramos de estrangulación, adelgazamiento del flujo de móviles, para dejar espacio al ingreso o al cruce de otros móviles a/por la vía.

Compuesta de un elemento fijo, el piso (la superficie asfaltada), y dos elementos móviles, unos aplanadores (los automotores), y unos hombres y mujeres, la avenida Blanco Galindo es una máquina de accidentar, máquina de atropellar, máquina de matar.

Una vía tan ancha, de seis carriles, como la avenida Blanco Galindo parecía necesaria para unir Cochabamba y Quillacollo, si vemos el volumen del flujo vehicular que pasa por ella. Pero esta consideración parte del supuesto de que se debe dar campo libre al crecimiento de la circulación de automóviles, que se debe dar todas las facilidades para que el número de autos siga aumentando. Creo que no hay razón para sostener este principio del privilegio y predominio de los motorizados. Creo que podemos pensar en otra forma de organizar nuestro ambiente urbano, una forma de circulación de la gente y las cosas que implique menos autos, menos contaminación. Podemos soñar con reformar nuestras costumbres; también podemos hacer algo por irlas reformando.

Junio de 2002.

viernes, 15 de junio de 2018

El rostro de un motoquero y la cara de la estatua de un ángel

Rodeado por el casco de motoquero, el rostro chino coreano de un hombre boliviano de más de sesenta años de edad, con la mueca criolla andina de suficiencia que le da el manejar un motor a cierta velocidad por la avenida ancha que une la ciudad de Cochabamba con Quillacollo. Medio quilómetro más allá, una cara muy parecida: ancha, con protuberancias redondeadas, de ojos estrechos, nariz pequeña y de base ancha, delicada, sobre un cuello corto; es la cara del muchacho ángel de color blanco, estatua puesta al borde del mercado de Colcapirwa. Así como está en la estatua, no volará : sus incipientes alas esmirriadas le rendirán apenas una carrera de resuello agitado. Pero, en lo real, ¿cuál vuela, el hombre de carne y hueso, sobre una moto, o esa cosa no hecha de carne que buscó presentar el artista en un ángel anclado en el suelo?

sábado, 9 de junio de 2018

El dedo índice de un motorista

A las nueve menos veinte de la noche de hoy, es decir, hace casi una hora, yendo yo recto por la calle Jordán, entró a la calle que yo seguía, desde la Junín, una vagoneta color rojo, con placa 2517 IPF; al chofer de entre treintaicinco y cuarenta años, macizo, al maniobrar para apegarse a la izquierda y así darme campo, lo vi hacer este gesto: me apuntó con el dedo índice de la mano derecha, estirando todo el brazo; no vi bien su cara, no pude compulsar la expresión de su cara con el gesto del brazo, que no entendí.

Ahora, a mí ya me pasó esto. Mayo de 2005, distribuidor de la Muyurina, parte exterior, es decir, lado Norte del distribuidor, yendo yo por el corredor estrecho, que no deja pasar a un carro al lado del ciclista que se cuida a sí mismo, y un carro me bocinea: no lo dejo pasar, me pongo al centro de la vía, insiste, no me dejo; cuando ya hay campo, pasa: en un jeep de tamaño mediano, son tres muchachos semijailas, de hasta veinte años, dos adelante y el tercero, atrás; este, cuando el carro me sobrepasa y se aleja, estando a menos de quince metros, manipula un arma de fuego de tipo revólver que me muestra, sin llegar a apuntarme, la agita; pero su cara me dijo que habría sido capaz, dado el caso (que no era entonces), de usar el arma. Yo estaba, pues, desde hacía un kilómetro atrás, vomitando en pleno camnino, con una gastritis, que me tuvo en cama, no recuerdo, entre tres y cinco días. Fue duro. Pero la enfermedad hizo pasar menos difícil la señal de agresión.