Envidié a mi hijo
Envidié a mi hijo el Negro cómo, al año y medio, dos años de edad, agarraba arañas entre sus manos y jugaba con ellas, para soltarlas después indemnes. Estudiaba mi hijo a toda clase de bicho, sin dañarlos. También, a esa edad, probaba comer diferentes clases y colores y grosores de tierra, hasta hallar su tierra, su estuco o cal preferida. Envidiaba yo su ser natural, cómo buscaba, hallaba su camino solo, con detenimiento y estudio. Después, a los cinco, siete años, el Negro empezó a desarmar y vuelta a armar partes de su bici celeste ¿o era roja de color? Y ahí se puso a traer a la casa desde la calle llaves mecánicas de todo tamaño, que temí las encontraba donde ellas tenían dueño. Sabría después yo que, mirando con calma en los lugares adecuados, no es tan raro hallar cosas útiles como llaves. ¿Pero tantas llaves y justo las que él necesitaba? Ya a sus ocho, diez años, volví a envidiarlo, esta vez por la claridad y complejidad de sus relatos escritos sobre colisiones motoristas que había visto en la calle, ubicando las posiciones respectivas de un actor, de un segundo y hasta de un tercero, describiendo sus trayectorias, y lo demás que los llevaría a colisionar. Al Negro lo hallaba parecido a mi padre, su abuelo, en esa frialdad para observar y registrar las acciones de la gente.