Encima de ricas, pero tan ricas que uno empieza a compararlas (con la yema líquida de un huevo pasado caliente con una pizca de sal sobre un arroz graneado humeante, blanco, en el que destacan unas arvejas turgentes, retazos traslúcidos de cebolla y unos cubos de zanahoria, nada más un bocado de esa yema para la lengua...; no con el rancio, sino con el... digamos, el deje reminiscente a comienzo de fermentación de un queso guardado unos días, pero no en heladera, que no perdió su suero, y cuyo color blanco crema lo llama a uno para acompañar a pan moreno reseco, casi galleta, en el que se mastica la cáscara del trigo..., y así)... las paltas de acá son lindas. A una, la última que alcé hace un rato, le brilló el sol sobre la piel: su color entre verde y café me entregó entera la luz de la estrella a la que Dios nos dio. ¿Y si las necesitan los quitagoyes? Habrá que dejarles algunas. Ya en el suelo, se las pierden los pájaros. Las terneras se quedarán sin paltas, no importa. ¿Las comerán los perros paseanderos? Por acabarse las manzanas, sólo unas pocas, gordas, amarillas, duras, dulces, al alcance de las manos, desde allá arriba empiezan a caer las paltas, a las que hallo algo más grandes que en los años pasados. Gracias a doña Isabel y don Alfredo.