Cambié cubierta a la rueda de atrás. Años atrás habría dicho que la operación me hizo sentir bien. Hoy digo : Gracias Señor Dios por la alegría que da la reparación.
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Siento tensa a la cadena. La voy a aflojar, disminuyendo la largura de la bicicleta. Pongo patas parriba sobre el suelo a la bi, la apoyo en el manubrio, asiento y parrilla. Aflojo las tuercas de ambos lados del eje trasero, y aflojo las pequeñas tuercas del seguro de longitud de la bi, para mover una fracción de milímetro la rueda trasera. Toco la cadena : está suficientemente suelta ahora, justo algo menos que tensa. Mientras cierro las tuercas del eje, veo, adherida al aceite terroso, denso, de un eslabón de la cadena, una hormiga color miel oscuro. Es la mitad delantera de su cuerpo, falta la otra mitad, es una hormiga rota. De las de tamaño grande. Apoya, abiertas, las patas delanteras en la partícula grasosa de mi cadena. Cuelga la hormiga, muerta, lo que queda de ella, de mi máquina volcada.
Pasará un día para que yo, viendo con la imaginación a ese animal ido, me disponga a pedirle a mi Dios, silencio.
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Sobre empedrado, yendo lento, un hueco de dos a tres cuartas (una cuarta de mano abierta, es decir, la distancia entre los extremos de los extendidos dedos pulgar e índice, es algo más de un cuarto de metro). Tiene agua, tiene barro. Veo si ir por derecha, veo si ir por izquierda. Decido encararlo por el centro, y resulta pando, digo, poco hondo.
Agradezco a Dios mi Señor por la tarde que para mí empieza en bicicleta por una zona con casas en construcción.
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En el centro de la ciudad, pasando como casi cada día debajo de la ventana de la oficina donde antes trabajaba mi amigo C., alzo la vista y veo que no están las pequeñas macetas con plantas de formas y colores especiales, que él cuidaba.
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Por el Reducto, hace un momento. Hay estacionado un camión trailer cargado de carros nuevos, varios, muchos, demasiados autos recién llegados de afuera. Dios, te cargo con mi parálisis, con mi impotencia. Pero, apegado al camión con autos, hay otro camión, cargado de partes rotas de autos y camiones, lata, fierro retorcido, metal aserrado. Pedazos de carros ya desusados son una carga más sólida, recia que los carros por usar. Escojo con pinzas el mensaje (desechando, por ejemplo, el tema del indeseado reciclaje de esas materias, "proceso industrial" que harán en Chile o Perú) y decido agradecer a mi Dios por señalarme el ulterior virtual acabamiento del desastre motorizado.
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Poco antes, hará media hora, por Chalancalle, antes de pasar el puente sobre el Khoramayu (que trae mucha agua), un perro grande negro me persigue, pretendiendo atemorizarme, a mí que pretendo impasibilidad. Agradezco a Dios por los tantos perros quietos que, hasta llegar al perro alterado negro, vi a esta hora, las diez de la noche, todavía temprana para los encuentros largos y variados con perros inquietos.
Lo que me trae el recuerdo de anoche, en Paucarpata, del perro cachorro echado al costado de la delgada corriente de agua, mirándola correr. Segunda vez que veía al animal que miraba al agua líquida. Y tuve que hacerme fuerza para no quedarme a mirar, yo, al agua y al perro, al perro y al agua, sin necesidad de saber qué era eso que ahí pasaba, pero integrándome a la ocasión.
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Al día siguiente. Calor en el aire de la sala de internet donde escribí lo de arriba, a pesar de dos ventiladores con aspas que giraban a velocidad. Jugaban entre sí muchachos, usando las computadoras. El ambiente era cerrado. Algunas máquinas daban música a volumen fuerte, músicas que se mezclaban. Pero hay salas de internet peores que esa.