TRIBUNA
El virus somos nosotros. El efecto de la pandemia es el efecto concentrado, agudo, de lo que la crisis climática produce a un ritmo mucho más lento. Los científicos, y los adolescentes, piden cambiar urgentemente la forma en que vivimos.
2 ABR 2020
Al principio fue el virus. Coronavirus. En menos de dos meses después de la primera muerte, cruzó el mundo a bordo de nuestros cuerpos que vuelan en aviones. Se ha vuelto omnipresente en el planeta, pero tan invisible como ciertos dioses para los ojos humanos. Una parte de la población global se ha encerrado en casa, escuelas y comercios han cerrado sus puertas, los ardientes defensores de los seguros de salud comparten campañas para fortalecer la sanidad pública, los terraplanistas exigen respuestas de la ciencia, los neoliberales han sido vistos clamando: “¿Dónde está el Estado? ¿Dónde está el Estado?”. Por las ventanas de Facebook, Twitter, WhatsApp e Instagram, la gente decreta: el mundo no será nunca más el mismo.
No lo será. Pero quizás seguirá siendo bastante parecido. Además de nuestra supervivencia, lo que está en disputa en este momento es en qué mundo viviremos y qué humanos seremos después de la pandemia. Estas respuestas dependerán de cómo vivamos la pandemia. El después —la posguerra mundial de nuestro tiempo— dependerá de cómo elijamos vivir la guerra. No es cierto que en la guerra no se pueda elegir. La verdad es que, en la guerra, elegir es mucho más difícil y las pérdidas resultantes son mucho mayores que en tiempos normales. En la guerra, tenemos dos caminos personales que determinan lo colectivo: ser mejores de lo que somos o ser peores de lo que somos. Esta es la guerra permanente que cada uno libra hoy puertas adentro.
Si utilizamos la palabra guerra, debemos observar cuidadosamente al enemigo. ¿Es el virus, esa criatura que solo sigue el imperativo de reproducirse? Creo que no. El virus no tiene conciencia, no tiene moral, no tiene elección. Tendremos que vencerlo en nuestros cuerpos, neutralizarlo para reiniciar lo que llamamos el otro mundo que está por venir. Sin embargo, todo indica que ocurrirán otras pandemias, otras mutaciones. La forma en que vivimos en este planeta nos ha convertido en víctimas de pandemias. El enemigo somos nosotros. No exactamente nosotros, sino el capitalismo que nos somete a una forma de vivir mortífera. Y, si nos somete, es porque, con más o menos resistencia, lo aceptamos. Hay que cambiar la forma de vivir. Nuestra sociedad tiene que convertirse en otra.
Toda la ilusión de que el mundo lo controlan los humanos se ha disuelto en un tiempo récord.
El impasse que nos impone la pandemia no es nuevo. Es el mismo en el que nos puso, hace años, décadas, la emergencia climática. Los científicos —y más recientemente los adolescentes— repiten y gritan que hay que cambiar urgentemente la forma en que vivimos o seremos condenados a que parte de la población desaparezca. Y quien sobreviva estará condenado a una existencia mucho peor en un planeta hostil. Toda la información científica indica que es necesario dejar de devorar el planeta, que hay que cambiar radicalmente los patrones de consumo, que la idea de crecimiento infinito es una imposibilidad lógica en un mundo finito. Es un hecho comprobado que los humanos se han convertido en una fuerza de destrucción.
El efecto de la pandemia es el efecto concentrado, agudo, de lo que la crisis climática produce a un ritmo mucho más lento. Es como si el virus nos hiciera una demostración de lo que viviremos pronto. Dependiendo de los niveles de sobrecalentamiento global, llegaremos a una etapa en la que no hay vuelta atrás, no hay vacuna, no hay antídoto. El planeta será otro.
Como la crisis climática es más lenta, siempre se ha podido fingir que no existía, llegando al paroxismo de elegir a negacionistas como Jair Bolsonaro, Donald Trump y toda la conocida panda de destructores del mundo. El virus no permite fingir. Toda la ilusión de que el mundo lo controlan los humanos se ha disuelto en un tiempo récord. Y la humanidad finalmente ha descubierto que hay un mundo más allá de sí misma, poblado por otros que incluso pueden acabar con nuestra especie. Otros que ni siquiera podemos ver. En nuestro furor de especie dominante, extinguimos a muchas formas de vida. Y entonces llega el virus, que no está interesado en darnos ningún mensaje, solo se ocupa de sus propios asuntos, y nos muestra: vosotros, los humanos, no estáis solos en este planeta ni tenéis el control que creéis que tenéis.
El acercamiento social con aislamiento físico puede enseñarnos que dependemos unos de otros.
Sin embargo, la suerte no está echada. No es solo el futuro lo que está en disputa, también el presente. Aisladas en casa, las personas empiezan a hacer lo que no hacían antes: verse, reconocerse, cuidarse. Justo ahora, cuando se ha vuelto mucho más difícil, parece que es más fácil llegar al otro. A quien creó el concepto de “aislamiento social” le falló el raciocinio. Lo que tenemos que hacer —y que parte de la población global ya lo está haciendo— es “aislamiento físico”, como señaló el sociólogo Ben Carrington en Twitter. Lo que está sucediendo hoy es exactamente lo contrario del aislamiento social. Hacía mucho tiempo que la gente, en todo el mundo, no socializaba tanto, como muestran los aplausos al personal sanitario desde las ventanas de diferentes ciudades del mundo, la música, la poesía y también las caceroladas que los brasileños organizan para gritar “¡fuera!” al presidente que ha puesto a su población en peligro. Finalmente, los humanos han descubierto que pueden usar el móvil para conocerse, en lugar de aislarse cada uno en su aparato en las mesas de los bares y restaurantes.
Creo que la belleza que queda en el mundo es precisamente que la suerte no estará echada mientras todavía estemos vivos. El virus, que nos arrancó a todos del sitio, independientemente del polo político, está ahí para recordarnos eso. La belleza es que, de repente, un virus ha devuelto a los humanos la capacidad de imaginar un futuro en el que deseen vivir. Si la pandemia pasa y todavía estamos vivos, a la hora de recomponer las humanidades podremos crear una sociedad capaz de entender que el dogma del crecimiento nos ha llevado a este momento, que cualquier futuro pasa por dejar de agotar lo que llamamos recursos naturales, y que los indígenas llaman madre, padre, hermano.
El futuro está en disputa. En el mañana, llegue tarde o temprano, sabremos si la minoría dominante de la humanidad continuará siendo el virus atroz y suicida, capaz de exterminar a su propia especie destruyendo el planeta-cuerpo que la hospeda. O si detendremos esta fuerza destructiva al reinventarnos como una sociedad capaz de compartir el planeta con otras especies. En el sentido común, sabremos si lo que estamos viviendo es el génesis o el apocalipsis. O apenas la reedición de nuestra invencible capacidad para adaptarnos a lo peor, adhiriéndonos a los discursos salvadores que nos han esclavizado tantas veces.
La pandemia de la Covid-19 ha revelado que somos capaces de realizar cambios radicales en un tiempo récord. El acercamiento social con aislamiento físico puede enseñarnos que dependemos unos de otros. Y, por eso, debemos unirnos en torno a un común global que proteja la única casa que todos tenemos. El virus, que también habita este planeta, nos ha recordado algo que habíamos olvidado: los otros existen. A veces, se llaman coronavirus.
Eliane Brum es periodista y escritora. Traducción de Meritxell Almarza.
Esta es una versión del artículo publicado en la edición América de EL PAÍS.
Fuente: https://elpais.com/elpais/2020/04/01/opinion/1585727569_913214.html