Marcha estudiantil contra la basura en Illataco, y una senda que ya no hay
En la salida a comprar de hoy en la mañana, muchos niños en sentido contrario, conducidos por sus educadores, mostrando, los uniformados niños, carteles escritos y dibujados con mensajes contra la contaminación (el mensaje que recuerdo hablaba de que ensuciamos este planeta como si tuviéramos otro de repuesto... es una idea que tiene, hasta donde alcanzo, unos sesenta años) y recitándolos a coro. Son una parte, si no todos, los alumnos de la escuela fiscal local. Bajan al barrio de la Florida. Y cuando yo vuelvo de comprar, ellos suben de regreso a su encierro matinal.
Dos o tres veces, de ida y de vuelta, interpelo a los menores, a los mayores, y a uno y otro profesor: O sea que van a evitar comprar cosas en bolsas plásticas?, o sea que se van a guardar en sus bolsillos la basura plástica que consumen y no la van a botar a la calle? Que sí, me responden a coro. Pero sospecho que me ven, me oyen como al hombre viejo que soy, alguien a contentar con mentiras, alguien a apaciguar mientras tanto.
Mientras tanto no llegue la hora de salida de la escuela, cuando recién podrán comprar, muchas decenas de ellos, las salchipapas que una caserita les entrega en mínimos platos desechables, que ellos tirarán a la tierra de los caminos. Cuando comprarán los dulces que las otras vendedoras les darán a cambio de una moneda y cuyos envoltorios plásticos tapizarán los caminos hasta que los golpes de aire de los carros acelerados los soplen a enredarse con el poco matorral restante en las veras que ya se resecan, polvosas.
Sospecho que esta es una más de las "actividades" planificadas en el currículo; que los responsables sacarán fotos y videos de ella, que enviarán a sus jefes para recibir el visto bueno. No es que esté de más. Unos cuantos niños reflexionarán... ojalá, y dejarán de botar basura en cualquier sitio. (Yo dejé de botarla pasados mis treinta años.) No es que botar la basura en lugares designados para eso ayude mucho: puede ayudar a empezar a ver, a sentir la necesidad personal, familiar, grupal, comunitaria de dejar de consumir plásticos. Pero la cosa se debe encarar contra los empresarios y sus ingenieros que diseñan este mundo de destrucción discreta, mundo en el que el instante de la compra nos encandila con el plástico reluciente, mundo que inmediatamente después del consumo o ingestión nos condena a, esparciendo bolivianamente la basura, atestiguar su precariedad, lo que nos hace cerrar los ojos o voltear la cabeza para no ver en el corrimiento hacia el gris de los colores hace pocos minutos brillantes, no reconocer nuestra próxima mortalidad.
La casera de las salchipapas, las muchas vendedoras de las tiendas de abarrotes, de las ferias bisemanales de víveres, que multiplican el uso de plásticos, ¿son responsables por lo que hacen? Creo que poco. Todos lo somos. Pero ciertamente, los empresarios y sus ingenieros lo son más. De cosas como esta somos culpables: desde hace tres años, con la epandemia, el encierro y el miedo, es casi universal en Cochabamba (en Bolivia?) el uso por las tenderas de bolsas plásticas a modo de guantes: no tocar las cosas con las manos, dizqué, que lo que comeremos no traiga, dizqué, la huella de la vendedora. Semejante burrera.
Para llegar a una a dos cuadras arriba de la escuela J. M. de la Lanza desde la calle Valerio Vía, la alcaldía de Quillacollo está por abrir una calle de unas cuatro o cinco cuadras. Para eso, hace casi un año que destruyó una columna de arbustos de medio a un metro de ancho, que corría a lo largo de dos cuadras, encerrando entre dos setos vivos paralelos un sendero peatonal que, para mi gusto, estaba entre lo mejor de todo Illataco. ¿Qué intereses empresariales, constructores, políticos habrán detrás de esta decisión, destrucción? Era nada más una cortina de arbustos: ligera, frugal, pero efectiva. Creaba un ambiente. Ambiente en el que, entre otras cosas, los platos desechables de las salchipapas estudiantiles tardaban meses en deshacerse. Hoy ese paso Este-Oste está al descubierto, es un descampado expuesto al viento. Es tan fácil romper, derruir, en nombre de un "progreso" o "mejora" imparables, siempre costosos y exclusores, acabar con lo bueno y poner en su lugar: daño, perjuicio y daño. Y qué frágil es lo verde en este valle, qué rápida es su desaparición: basta un golpe de azadón, un picotazo, y nos quedamos tragando polvo.
A mí, ese sendero (y después, otras sendas que hay por aquí) me enseñó a ser, a ir siendo el que debo ser. Las primeras veces lo pasé montado sobre la bicicleta, lento pero rodando. De a poco, la ocasional gente a pie, a las que debía dar paso, las pocas espinas vegetales y las púas metálicas de un alambre por trechos invasor del camino, que debía evitar, me fueron bajando de la montura para, al final, ya a pie, hacerme sentir que había un camino, en medio de campos cultivados de los que me separaban los exiguos setos vivos matorrales, que más allá, abajo, estaba la torre del templo de San Isidro Labrador, con sus campanas, y otras casas altas, que allá arriba, estaba la cordillera y subiendo a ella, Falsuri, Marquina, Bellavista, Liriuni, que yo iba por ese camino y pensaba y recordaba, deseaba y me ubicaba. No más.
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Al otro día, que es hoy, salgo a por leche. La lechera no ordeñó todavía, y doy una vuelta por la Florida y Valerio Vía. Recojo del suelo una hoja tamaño oficio con el mensaje escrito en tres líneas con marcador negro: "Cuida tu Tierra. Mira a alguien que no bote basura." Es el menos desmañado de cuatro carteles dejados ayer por uno de los niños marchantes; los otros tres siguen puestos con chinches a una pared, una puerta, un postigo a lo largo del camino, y sus mensajes hablan de gangocho para guardar tu (mi) basura, de ver que no la haya en tu (mi) patio ni en la calle. Hay un otro letrero, un trozo de calamina pintado que dice: "Tu educación es mi limpieza" o algo parecido; debe de haberlo puesto un vecino.
La media hora por caminos aún semirrurales me da más de diez, menos de veinte trufis, camiones, autos, todos más acelerados que lo decente. Los carteles compiten por la atención de los transeuntes con muñecos de trapo vestidos con ropa de jóvenes colgados de los postes, por iniciativa, imposición de los vecinos organizados, con letreros propios que amenazan con quemar, linchar, matar a los ladrones. Dios mío.
Como hace más de un año, algunas de las luminarias públicas están prendidas en pleno día. La persistencia del miedo propietario petrificado y ya invisible de tanto gritar.
Para mí que estas gentes del valle de Cochabamba, todavía residualmente quechuas, y por aquí todavía bastante agricultores, atestiguan, primero, desde hace dos siglos, el triunfo de la piquería (pequeña propiedad y explotación agropecuaria familiar crecientemente orientada al mercado), y después, desde mediados del siglo pasado con la reforma agraria y desde hacen treinta años con la organización de los campesinos regantes, el sobretriunfo de la piquería, su final éxito social y cultural, que sofoca a lo vernáculo. Hoy, los quechuas, volcados al mercado, amarrados a los bancos, enlazados al mundo por sus hijos migrantes en Europa, EEUU y Latinoamérica, motorizados y quemizados en su cultivo y economía, confiados en lo moderno, "salen adelante" como familias, para perder por los caminos toda opción de regreso a lo propio; los ex quechuas se entregan hoy al futuro, o sea, al olvido.
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Leo unas páginas que Lee Hoinacki (hay en este cuaderno otra cosa suya) escribió hace cuarto siglo sobre su estar él a pie, en carro, en bus y en tren subterráneo en la ciudad de México y en Teotihuacán. Lee se pregunta si los niños que vio guiados por sus profesores dentro de la caverna del tren, sufriendo con él un simulacro de cielo estrellado que la NASA y el Ministerio de educación les infligieron, podrán mirar, vivir el cielo con estrellas. Y se responde lamentando que no podrán, que su visión poluída por el humo vehicular y corrompida por la electrónica los ha cegado a la recepción del mundo. Esos niños mejicanos de hace veinte, treinta años no podrían haber sentido lo santo de la ciudad ya entonces turistizada de Teotihuacán (construida con armonía y proporción hace quince, veinte siglos), como nosotros aquí, hoy en este valle profano, fueron arrebatados del mundo por lo perverso de lo moderno. No están más en el mundo; no lo estamos nosotros.
Y es que hay cosas que mueren. Y hace falta Dios para revivirlas. Amén.