Hoy (15)
Bajo por una de las dos vías que más me gustan en este valle. Bajo rápido. Ambas ruedas bien infladas. Bajo por el lado izquierdo del carril izquierdo. Pienso en lo rico que será, a última hora de la tarde, parchar ambas llantas, que desde ayer están apenas leve pinchadas, que se bajaron a medias en toda la noche. Aguanto la estupidez de un motorista en la rotonda más amplia que conozca en la ciudad; gritando, me hago a un lado; el tipo pasa de largo. Revivo momentos por esta misma vía, hace muchos años, yendo al médico donde esperaba mi hijo herido.
En la noche, con las llantas curadas, subiré por la otra de las vías que más me gusta. Desde cuando descubrí esta predilección, hace diez años, ambas vías cambiaron mucho, su velocidad se dobló. No son ya los ambientes cómodos, tibios que entonces fueron. Las construcciones crecen en sus bordes, edificios comerciales, las fachadas de colores chillones; las calles que las vertebran, algunas, con luces muy blancas, que barren el espacio, y sus casas, algunas, con alambres de inserción en la piel la carne de los improbables ladrones, y con cables electrocutantes. El miedo.
Pero si vuelvo suficientemente tarde en la noche, y si oscilo entre ambas avenidas, eludiendo los lugares donde el miedo propietario cristaliza más histérico, puedo gozar del tráfico espaciado, y, acelerando, al viento este ciclista, puedo olvidar los daños, para, ahí nomás, recordándolos de vuelta, pensar en buscar con otra gente caminos para reparar esos daños, y me siento bien, completo.
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