Cómo viví antes y como vivo hoy
No sé cómo vivía yo antes, cuando, diciendo que tenía esperanza, pues la tenía, pero chiquita... Esperanza, un confiar que las cosas van a salir bien, que habrá casa, un lugar tibio donde, una noche, esta noche, asentar la cabeza. Si hasta llegué a creer que no habría casa, que nunca iba a haberla. La esperanza me rebrotaba viendo el verde, agarrando la piedra, dándole vueltas, sintiendo rozarme cerca el ruido del vuelo de ese pájaro, y oyendo su canto, tratando de oler un gusano que resbalaba por los dedos de mi mano, viendo a una wawa desconocida, espiando yo sus ojitos. Bastaba, a ratos ; en otros momentos, ay, sumida la esperanza, latente pero lejos, dentro, pero no mullida ni sólida ni líquida entre mis dedos, eso, eso, yo desesperaba. Debía esforzarme.
Ahora es otra la figura. Ahora están los demás, cerca, y si no, pues voy hacia ellos, yo salgo de mí, cuando necesito voy y ya. Y la esperanza, además de en el verde y en las plumas y en un acezar y en el aire y las piedras, la esperanza está dibujada por las arrugas de una cara vieja que siente y sufre el viento, caminando lejos, o brilla en las crenchas negras de una niña no tan ajena porque la veo y me da vida, sus trenzas medio deshechas que columpian de lado a lado cuando ella corre, la esperanza está, clara, sin atenuante, en el pie de dedos deformes, pie que me mira, no es el mío, pero lo será, el pie de la señora cubierta de polvo que tiene la voz que acaricia. Oh Dios, te agradezco por la esperanza. Sé que es tuya, antes que mía, sé que me la regalas, es tu gracia, Dios.
Necesitar, desolado, es ya salir hacia los otros, es saltar fuera de mí en busca de consuelo. El otro primero es Dios.
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