Perros en las noches
Ladrando enojado, este perro golpea las orejas sueltas y largas contra sus sienes y frente, mientras ladra insistente, pero no se me acerca demasiado. Es flaco, su tamaño es de mediano a grande, su color es café claro uniforme, es de hasta año y medio de edad. Dos noches en cuatro semanas me saludó así en la puerta de su casa en Paucarpata sur.
Ese otro perro me esperó unas cinco veces en un año y medio en la entrada de su casa, en Tacata, frente de casa que no está vallada, y ladrando furioso y mostrándose muy ágil, rascó el suelo cubierto de pasto verde alto, crecido, lo rascó como si fuera un toro. Ante mi disminuir la velocidad de la bici, cada vez, se entró, sin dejar de ladrar, pero sin parar, hasta bien adentro del lote. Raro. Es negro entero, delgado, de tamaño mediano a grande, de hasta año y medio de edad.
Betoven, que es de color café claro, tamaño mediano y de unos cinco años, me habrá molestado unas seis noches en un año y medio, porque casi siempre está encerrado. Pero, encerrado y todo, me siente llegar y ladra en tono agudo, un tono singular, alertando a su hijo, de hasta un año de edad y muy parecido al padre, hijo que para afuera, cuidando a las vacas que descansan en terreno no vallado. Al hijo le digo, al pasar, lento y despacio que si quiere tener que levantarse y huir (de mí), basta que me ladre, pero si quiere quedarse donde está echado, que se quede quieto y callado nomás. Casi siempre acepta, pero alguna vez optó por ladrar y huir. Hay allí un otro perro, grande, de unos tres a cuatro años, de rasgos cercanos a los pastores alemanes, pero forma de esqueleto más normal, que no arrastra las patas traseras; su color es pardo pajizo en el lomo y las partes frontales de las patas, con el pecho, el vientre y las partes traseras de las patas de color negro oscuro, hermoso; este perro no se mueve al pasar yo a su lado, ni me ladra, ni, a veces, me mira. Yo le hago "mu", como hace un toro. Hasta hace nueve meses, en esa esquina de Paucarpata sur, me esperaba Bronco, perro negro con pequeñas manchas blancas, de unos cuatro a cinco años, que buscó muchas veces morderme, acercándose callado, y que, siendo lento, era insistente. Las primeras semanas, yo llegaba al lugar con dos piedras en la mano, y alguna vez tuve que tirarle una. Más de una noche, el dueño del perro tuvo que salir a su ventana a apaciguarlo. Cuando a Bronco lo acompañaba Betoven, ambos eran un problema para mí. Pasando yo de día, la dueña de las vacas y los perros masculló una vez algo así como: "... a mis perros, ¿no? Yo le voy a enseñar a ..." Hasta que Bronco murió, unas semanas después de haber yo oído a un vecino que pasa por ahí en carro decirle a su peón, que golpearía a Bronco con el carro. Cuando le pregunté a ese mismo vecino de qué murió Bronco, me dijo que por heridas de pelea con otro perro. La molestia de Bronco para mí fue atenuándose con el tiempo. Él mismo buscaba acomodarse a cierta distancia de la curva que yo torcía para entrar a la casa donde entonces vivía, y así tenía motivo o pretexto para no levantarse a estorbarme.
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Hoy viernes 10 de mayo, a las cinco de la tarde, en el barrio Álamos, en media calle, un hombre moreno, grande y gordo, de hasta cien kilos de peso evitaba los lapos de una mujer pequeña, que le bloqueaba su acceso a otro hombre, este bajo y pequeño, de unos sesenta kilos de peso, cuya cara sangraba, que estaba muy borracho, y cuyo movimiento era también bloqueado por otras personas. El gordo dijo algo así: "¿Y quién [ininteligible] mi auto?" El bajo insultó y amenazó con palabras gruesas al gordo, señalándolo con el brazo extendido. Ambos hombres de unos treinta años de edad. Esto ocurría en el lugar asfaltado donde dos chicherías enfrentan sus puertas abiertas. Unas doce personas, repartidas en tres grupos, además de unas varias movilidades, ocupaban la calle -- porque esa gente, borracha o sobria, es gente en carros. De pronto, se llegó hasta el bajo, otro hombre, de hasta veinte años de edad, y le dio uno y más golpes, muchos puñetes, que le sacaron sangre abundante. Lo tiró al piso y ahí siguió dándole con las manos y con los pies, patadas. Nadie se lo impidió.
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Otro perro vino a atacarme mandado por su dueño, la primera y quizá también la segunda noche, pero después, cuando el tipo vio que el perro le había agarrado el gusto, intentó contenerlo, y ante la insistencia del perro, tuvo que perseguirlo -- porque el perro se le soltaba para venirse a mí, solapado, en silencio -- y luego tuvo que correr, agarrarlo y apartarlo, cargándolo, de mí. Esto ocurrió unas tres semanas, cada noche, hace dos años, hasta que me di por vencido y dejé ese lugar. Fueron batallas de hasta cinco minutos, en que yo tenía que bailar en círculo, mostrándole al perro, que tentaba cada punto para saltarme, y que golpeaba los dientes de arriba contra los de abajo, mostrándole que yo era inexpugnable. Alguna noche la danza fue rica... Al retirarse, el perro, de tamaño mediano, pardo, de unos cuatro a cinco años, golpeaba los dientes de arriba contra los de abajo, haciéndolos sonar, y unas dos veces, orinó en un árbol cercano... Unas cuantas veces lo acompañaba una hembra gorda preñada, agresiva, lo que complicó mi lucha.
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Los perros guardan rencor. Varias de aquellas enemistades me las gané por responder -- ahora lo sé -- exageradamente a los saludos de ellos. Desde que le pregunté a Romel, amigo veterinario del parque de la Torre, qué hacer con los perros agresivos, y él me dijo que un perro agrede cuando tiene miedo, que lo hace en respuesta a lo que, a su vez, percibe como agresión a él, me porto más sereno con los perros: si me ladran, y más aun si son más de uno, disminuyo la velocidad al máximo, los miro sin amenazarlos con la actitud del cuerpo, si siento que es necesario, les hablo con voz calma, diciéndoles cosas como : "No te conozco, no tengo nada contra ti, déjame pasar". Da resultado. Pero hay algunos perros que no entienden y, supongo que porque algo en mí les recuerda a alguien que los amenazó, insisten en buscar impedir mi paso. Entonces, me bajo de la bi, y les muestro que no soy fácil presa. Pero trato de no hacer lo que antes, que era lograr que se entraran a su casa, si podían, o que huyeran corriendo de mí.
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