Unos ciclistas
Sentada al lado de la vendedora de coca hasta tarde en la noche, al verme bajar de la bici, le dice a la cocani que ella supo ser así también, ciclista como yo.
¿Por qué no maneja más?, le pregunto.
En Quillacollo es peligroso ahora, hay muchos autos, y no respetan, responde.
Es gordita, tiene unos cincuenta años, simpática. Y ustedes la reconocerían si leyeran este cuaderno y se dieran una vuelta por el punto de Quillacollo donde se vende hoja de coca hasta medianoche.
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Alto él, delgado y de melena larga y suelta, parado en la calzada; flaca ella, con una cartera de diseño indígena en la espalda, y también de pelo largo y tendido; tienen la bicicleta al medio, y se besan, cerca del punte Wayna Kápac, una noche hace pocos días.
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Va por las aceras, baja a la calzada, raspa el bordillo, vuelve a subir a la acera, media cuadra, una cuadra delante de mí en la avenida Víctor Ustáriz. Luego acelera y se pierde adelante, por el kilómetro cuatro. En el kilómetro ocho se me acerca desde atrás. Debe de haberse quedado quieto por algún motivo. Ahora yo me apuro. Él se me acerca. Quiero hacer una alharacada para él: espero, o sea, me sitúo en media vía, yendo despacio, a un camión tráiler que viene atrás, pero el carro no se apura, así que no me sale la cosa. El ciclista se pone a la par conmigo y, sacándose los auriculares, me dice: "La bici le hace tener resistencia ¿no?" Evado el cumplido y armo con él una conversación sobre lo lindo que es pedalear. Duramos juntos hasta el kilómetro once en que él se aparta hacia el norte.
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