Aquí me planto
El todoterreno adelanta a uno, ocupando casi todo el carril que yo trajino, a un metro de distancia del borde irregular, dentado de esta faja de asfalto que rodea a la laguna Alalay. Fin de la tarde, casi noche, de las últimas del verano. Sus faros me barren, me fijan o pretenden fijarme. ¿Treinta mil, cuarenta mil dólares? Cuando estemos lado a lado, estará regresando ya a su carril, y habrá un metro o poco más entre sus ochenta kilómetros por hora y mis veinte kilómetros por hora. Hay peligro, pero está bajo control.
Pero ¿y si...? El cretino este, ¿qué tanta necesidad tiene de sobrepasar ahora mismo, acaso no ve que yo estoy aquí, por qué no me respeta, no podía esperar unos metros? Y yo ¿qué hago que sigo recto, cómo es que no me aparto, no me tiro a la derecha, fuera del asfalto, por qué no acato su privilegio, no le doy todo el campo que su atrevimiento exige, no me quito a mí el campo que mi derecho a usar la vía pide? No, yo no me salgo de la huella, aquí me planto, y naides me arranca del pago que piso. Además, no va a pasar nada.
Agito una mano, le digo que se ponga en su lugar, que se apegue a su derecha, le enseño, en efecto, que no debió hacer la maniobra hasta que yo hubiera pasado, que debió haber esperado, que tenía que respetar al ciclista.
Cuando nos separan pocos metros, percibo, siento más que ver que, en vez de ir entrando de regreso a su carril, ya despejado, se queda al centro del asfalto, o sea que la distancia al encontrarnos será de un metro o algo menos. Si exagero, digo que insinúa hacerse unos centímetros más a su izquierda, que se me acerca, que muestra el valor cero que da a mi vida: amenaza con atropellarme, con una mínima tensión de la mano en el volante sugiere que, ya nomás, podría matarme, dispuesto a convertir su carro lanzado en arma de matar.
Yo sigo sobre la huella: no pasa nada.
Marzo de 2005.
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