Perro atropellado
"Estaba tibio", me dijo, y se miró la palma de la mano que había arrastrado de las patas al cachorro desde el carril medio de la avenida hasta afuera, por sobre el bordillo, y con un impulso, hasta unas matas de pasto, donde se quedó despatarrado el perro muerto, a podrirse. Restregó la mano contra la otra, frotando sus manos se quitó la muerte, la soltó al aire.
Esa muerte, la de un perro que habrá tenido a lo más un año, a tres kilómetros de la ciudad de Cochabamba, sobre una avenida o carretera por donde pasan muchos motores, muy rápidos, muy cerca el uno del anterior, tan demasiado rápido que este perro, el cachorro plomizo, pintón, atrevido, por más que se sabe la avenida, por más que conoce por dónde, cuándo y cómo cruzarla, y cuándo no cruzar porque es demasiado difícil y no se da cuenta si va a poder, y el ruido, el ruido tan fuerte de las ruedas rodando, raspando, resbalando, gastándose contra el asfalto, el ruido pesado, continuo de los motores, ensordecedor, y el olor del asfalto, evaporándose siempre en gas aceitoso, este olor que no quiere dejar oler nada más que no sea aceites que se queman dentro de los motores rugientes, que a veces tapa los tantos otros olores que un perro debe oler para saber si va a poder pasar el turbión de motores, y la velocidad, la simple velocidad de los pedrones macizos, pesados que corren sin parar y que al final lo aplastaron, lo pasaron por encima.
Un rato después, un hombre despejó ese estorbo de la vía de los hombres con motores: el cuerpo deformado, el resto de un perro. A mí, que pasaba por ahí en bicicleta, me dijo: "Estaba tibio".
Verano del 2005.
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