Fuera de medida
¿ Qué siento al ver esas fotos muy grandes donde aparecen los detalles las partes de las comidas que uno pagando comería en los negocios al frente de los cuales están esas fotos desmesuradas con sus hilachas monstruosas de carne de pollo o sus gigantes tajadas de carne de res y lonjas de huevo pasado más grandes que la cabeza de uno junto a verdes pardas pelotas que representan alverjas mayores que la boca abierta que desea los jugos colorados oxidados que puedo imaginar que saltarían a borbotones si la cosa que las fotos esas figuran fuera me imagino por un instante fuera real ?
Asco, siento repulsión, pierdo el hambre.
Y pienso en la gente chola de aquí del valle de Cochabamba, que, acatando el comando de sus domeñadores, se ponen a desear eso, los trozos de masticar, que les arrojan al hoyo donde los confinan para que no les estorben en su afanosa labor de destruir la realidad, y entre la realidad, destruir el valle de Cochabamba. Gente que desea eso que ya tiene, gente, entonces, conforme, tranquilizada con comida, anestesiada por la panza. ¡ Cómo habrán sufrido de hambre sus abuelos, que estos nietos aun se dejan guiar por la amenaza del hambre, por el señuelo de la amenaza de muerte por hambre !
Metidos, inmersos en el terror al hambre inminente hay que estar para, viendo esas gruesas representaciones hacer el más tenue vínculo entre ellas y las cosas de comer. Hay que haberse dejado comer por el miedo, hay que ser presa de él, y más que presa del miedo, hay que ser pieza en deglución por los dientes del miedo al hambre para poder sentir en la boca algo de expectación al ver las monstruosidades esas culinarias que las fotos de propaganda nos muestran.
Son feas. La publicidad es fea. La publicidad desmedida es muy fea. Y son dispositivos de publicidad pensados para la gente que va en carros, que, desde lejos y a medida que se aproximan a ellas, las ven crecer, junto con su estupidez.
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La misma ciudad que soporta tal publicidad de tamaño grande de comida es la que, cerca, junto a esas fotos, cierra clausura los lugares donde los comensales vayan a hacer del vientre, la ciudad que permite que sus lugares antes públicos, ayer abiertos -- donde alguien urgido entraría al socaire a cagar ( o donde álguienes entrarían encubiertos y de noche a rápidamente besarse, o a vergonzosamente tomar pedo, o a, en secreto, amarse, o nada más a, a descubierto, dormir la farra ), sean enmallados a la espera de que la junta de vecinos negocie con un empresario la ilegal venta furtiva del lote (sé de más de un caso, de este año, ¡y en mi barrio!, con negociación en curso para la venta de lotes públicos por parte de dirigentes vecinales), lote que antes fue encerrado, con gasto público, con alta malla de alambre.
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La publicidad fija en las vías, con fotos gigantes, va junto a la televisión y otros medios que corren por la red internet y son captados ahora por los teléfonos móviles, sirven de correa de transmisión de las órdenes de los jefes para la gran corrida que los jóvenes viven hoy hacia la desaparición de cualquier identidad, el olvido de toda memoria, la preparación para no ser nunca nada diferente a traidores, soplones, prostitutas, siervos, esclavos contentos, derrepente ignorantes de ser esto que les destinan a ser, casi nada, nadas en camino al matadero.
Esos que son sus jefes o tipos y tipas muy parecidos son los que a sus abuelos los exprimieron, acogotaron, oprimieron, mataron... pero los jóvenes de hoy, nada pues, tranquilos, con la pantallita, y usando el cuello para bajar la cabeza, inclinar la frente y acatar las órdenes de caminar a paso pautado al matadero. (Ardientemente desear venganza por lo sufrido por los abuelos, sería ya un buen comienzo.)
Sin ni siquiera el vislumbre de la salvación, la gente hoy.
Oh Señor.
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Dos años y medio después. No releo esta cosa escrita. Sé que el trasfondo mío es el rencor.
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