Obscenidad
El trasero inmóvil de los que usan motocicletas es obsceno. La obscenidad de los motoristas cuatro ruedas es mayor aun, pero está encerrada por las latas de sus carros.
Entiendo por obscenidad la explicitación verbal o visual, de mal gusto, de lo que se está haciendo. Digo desde mi experiencia sexual que explicitar con palabras o gestos rudos el acto en curso implica, primero, desamor, y después, al menos, el inicio de una falta de deseo específico por la pareja esa, la llegada del aburrimiento, llegada tapada, disimulada con ese repicar sobre la mecánica del acto que es la explicitación, lo obsceno.
Ese quedarse quietos de los motoristas de carros y motos que avanzan, mientras amenazan con golpear y herir a la demás gente de la calle y sus máquinas atronan la calle y sus escapes ensucian el aire, es obsceno. Es como una reafirmación, contra toda justicia, contra todo derecho, contra el buen juicio y las maneras, de la realidad de que están dañando a la gente y al mundo y no les importa seguir haciéndolo.
Los motoristas han renunciado a un rasgo específicamente humano, el caminar. Esta abdicación trae consigo la necesidad de justificarla, o sino, de negarla, olvidarla. Es por esto que tantos carros llevan aditamentos como pegatinas con propaganda de partes de carros o productos relacionados, pegatinas que los motoristas se molestaron en comprar, para ponerse en línea con la estupidez reinante en su tribu. Los carros hacen difícil identificar a sus ocupantes; pero además muchos carros velan los vidrios de sus ventanas, para imposibilitar la identificación, haciendo a los motoristas y transportados prácticamente impunes (son gente que huye, y huye impune; dieron el salto al vacío y buscan no dejarse a sí mismos opción de regreso). Es por esto que tantas motos tienen el escape libre, y su aire llega en chorro caliente y sucio a la cara de la gente de a pie y de los ciclistas.
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Una noche de esta semana, a medianoche, saliendo de esta sala de internet, en la avenida Blanco Galindo, me pasa un camión sobre cuya plataforma iba atado un bulldozer o topadora nueva, una de esas máquinas de color amarillo. El camión iba al menos a sesenta por hora y aceleró para pasar en verde el próximo semáforo, que tenía unos diez números restantes. Cerca de mí, rugiendo, pasó Juggernaut o Leviatán o el ogro con las botas de siete leguas o Moby Dick o, siendo yo un liliputense, Gulliver.
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Siete meses después. No me apetece volver a leer esto. Recuerdo que al escribirlo estaba triste, inexplicable, inmerecidamente triste.
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