jueves, 4 de enero de 2018

Hoy en la tarde

Empiezo el tramo de dos cuadras donde, como hoy, hay días en que me digo que esta vez no me voy a dejar, que voy lograr que los motoristas se queden atrás de mí, que, como la calle es estrecha, y no hay campo para que pasen sin ponerme en peligro, los voy a hacer esperar. Pero justo en la esquina hay una paloma pisada sobre el asfalto, una paloma gorda, grande, pisada talvez hace unas dos horas, que está fría, pero no tiesa, un pájaro al que nadie más pisó, después del motorista que la mató, como que está cerca de la acera, en lugar no accesible al grueso del tráfico. Me cuesta alzar al animal, porque el contenido de sus tripas está pegado al piso, y atrapa algunas plumas, que no quiero dejar allí. Hay lugares a escoger donde abandonar la cosa: al frente, en una jardinera elevada sobre el nivel del suelo, pero pienso que de ahí puede que los dueños de casa decidan botar al pájaro muerto de nuevo a la calzada; dando la vuelta a la esquina, en uno de los basureros pequeños plantados en la acera, cuyo contenido es cargado a los camiones basureros a diario; o en el pasto de la mínima plazuela (en uno de cuyos bancos duerme un hombre de la calle, cuya guitarra lo muestra músico), que es donde finalmente decido dejar el cuerpo del pájaro cuya vida tronchó hoy un motorista.

Reprimo el impulso de guardarme una de las plumas. No retendré una prenda de este pájaro. No me pondré en posición de que me la cobre.

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