Narración situada en Columbia, EEUU
... yo tengo unos diez años y estoy sentado frente a la choza, salando el salmón que luego colgarán de los bastidores detrás de la casa, cuando veo que un coche avanza ruidosamente por los baches entre la salvia, arrastrando tras sí una carga de rojo polvo, tan compacta como una fila de furgones.
Observo el coche que trepa por la ladera y se detiene a corta distancia de nuestro patio, y el polvo que sigue avanzando, se estrella contra la parte trasera del coche y sale disparado en todas direcciones hasta depositarse sobre la salvia y el quillay que adquieren la apariencia de rojos, humeantes escombros. El coche permanece allí, reluciente bajo el sol, mientras el polvo se va sedimentando. Sé que no son turistas con cámaras fotográficas porque nunca se acercan tanto al poblado. Cuando quieren comprar pescado, lo hacen junto a la carretera; no se acercan al poblado, pues probablemente creen que seguimos cortando cabelleras y quemando a la gente en la hoguera atada a un poste. No saben que algunos de los nuestros son abogados en Portland; lo más probable es que no me creyeran si se lo dijese. Uno de mis tíos llegó a ser abogado de verdad y papá dice que lo hizo con el mero propósito de demostrar que era capaz de ello, pero que hubiera preferido mil veces pescar salmón en la cascada. Papá dice que, si no estamos alerta, la gente nos obliga de un modo u otro a hacer lo que ellos creen que deberíamos hacer, o bien a ponernos tercos y hacer exactamente lo contrario, por puro despecho.
En seguida se abren las puertas del coche y bajan tres personas [...]. Comienzan a subir por la ladera en dirección al poblado y veo que los dos que van delante llevan trajes azules y el de atrás, el que salió del asiento trasero, es una mujer ya mayor, con los cabellos blancos, y un vestido tan rígido y pesado que parece una armadura. Cuando llegan al final de los matorrales y entran en nuestro pelado patio los tres están jadeantes y sudorosos.
El primero se detiene y echa un vistazo al poblado. Es bajo y rechoncho y lleva un sombrero blanco de vaquero. Mueve la cabeza ante la destartalada aglomeración de bastidores para secar el pescado, automóviles de segunda mano, gallineros, motocicletas y perros.
“¿Han visto algo parecido en su vida? ¿Lo han visto? Voto a... ¿habían visto jamás algo así?” Se quita el sobrero y se seca con un pañuelo la roja pelota de goma que tiene por cabeza, con gran cuidado, como si temiera ajar una cosa u otra: o bien el pañuelo o bien el húmedo mechoncito de fibroso pelo. “¿Comprenden que haya gente que quiera vivir de este modo? ¿Tú lo entiendes, John?” Habla muy alto, pues no está acostumbrado al rumor de la cascada.
John está a su lado, luce un poblado bigote gris, muy apretado contra la nariz para protegerse del olor del salmón que estoy salando. El sudor le chorrea por el cuello y las mejillas y le ha empapado toda la espalda del traje azul. Está tomando notas en una libreta y da vueltas sin parar mientras observa nuestra cabaña, nuestro jardincito, los vestidos, rojos, verdes y amarillos que mamá se pone los sábados por la noche y que están tendidos a secar en un trozo de cuerda. Sigue dando vueltas hasta completar todo un círculo y llegar otra vez hasta mí; se me queda mirando como si me viese por primera vez, y eso que estoy a menos de dos metros de distancia. Se agacha en mi dirección, frunce el entrecejo y se aprieta nuevamente el bigote contra la nariz, como si el que oliese fuese yo y no el pescado.
"¿Dónde crees que estarán sus padres?", pregunta John. "¿En la cabaña? ¿O en las cataratas? Podríamos hablar de ello con el hombre, ya que estamos aquí".
"Por mi parte, no pienso entrar en esa covacha", dice el gordo.
"Esa covacha", replica John a través de su bigote, "es la morada del jefe [...], el hombre con quien hemos venido a negociar, el noble dirigente de estas gentes".
"¿A negociar? Yo no, no es mi trabajo. Me pagan para informar, no para confraternizar".
Ello provoca una carcajada de John: "Sí, tienes razón. Pero alguien debería informarles de los planes del gobierno".
"Pronto lo sabrán, si no se han enterado ya".
"No nos costaría nada entrar y hablar con él".
"¿En esa chabola? Vamos, te apuesto lo que quieras a que está infestada de arañas venenosas. Dicen que estas chozas de adobe siempre albergan toda una fauna en las rendijas de los muros. Y hará calor, válgame Dios, cómo te diría yo. Te apuesto a que es un verdadero horno. Mira, mira qué cocido está este pequeño Hiawatha. Jo. Está prácticamente quemado".
Se ríe y se frota suavemente la cabeza, y cuando la mujer lo mira corta en seco sus carcajadas. Carraspea, escupe sobre el polvo, avanza unos pasos y se sienta en el columpio que papá construyó para mí en el enebro y se queda allí meciéndose suavemente y abanicándose con el sombrero.
Lo que acaba de decir va haciéndome montar en cólera cuanto más pienso en ello. Él y John siguen charlando de nuestra casa y del poblado y de la propiedad y de su valor, y empiezo a creer que dicen estas cosas en mi presencia porque no saben que hablo inglés. Probablemente son de algún lugar del Este, donde la gente lo ignora todo de los indios, excepto lo poco que han visto en las películas. Pienso que se avergonzarán mucho cuando descubran que comprendo lo que están diciendo.
Les dejo hacer un par de comentarios más sobre el calor y la casa; luego me levanto y le digo al gordo, en mi mejor inglés de colegial, que seguramente nuestra casa de barro es más fresca que cualquier casa de la ciudad, ¡muchísimo más fresca!
"Lo que es seguro es que es más fresca que mi escuela ¡y también es más fresca que el cine de Los Rápidos con su anuncio con letras en forma de témpanos que dice 'Refrigerado'!"
Y estoy a punto de decirles que, si quieren entrar, iré a buscar a papá a la cascada, cuando advierto que no parecen haber oído ni una palabra. Ni siquiera me han mirado. El gordo sigue columpiándose, con la mirada fija en las rocas de lava donde los hombres se han apostado junto al entarimado en espera de que caiga algún pez, meras sombras con camisas a cuadros en medio de la llovizna, vistos desde esta distancia. De vez en cuando, uno extiende un brazo y se adelanta como un espadachín, y luego levanta su arpón de tridente para que uno de los que están situados en la tarima, sobre la cabeza, coja el escurridizo salmón. El gordo contempla a los hombres, apostados en sus lugares bajo la cortina de agua de más de diez metros de altura, y parpadea y gruñe cada vez que uno se inclina para ensartar un salmón.
Los otros dos, John y la mujer, siguen de pie. Ninguno de los tres parece haber oído ni una palabra de lo que acabo de decirles; los tres me esquivan con la mirada, como si prefirieran que no estuviera allí.
Todo se detiene y se queda así, inmóvil, durante un minuto.
Tengo la curiosa sensación de que el sol brilla con más fuerza sobre las tres personas. Todo lo demás parece conservar el aspecto habitual: los pollos hurgando entre la hierba que crece sobre las chozas de adobe, los saltamontes revoloteando de matorral en matorral, las moscas que forman negras nubes en torno a las sartas de pescado colgado al sol, cuando les espantan los pequeños blandiendo ramas de salvia, todo está igual que en cualquier día de verano. Excepto que, de pronto, el sol que luce sobre esos tres extraños ha adquirido un resplandor mucho más intenso de lo habitual y puedo ver... las costuras que unen sus cuerpos. Y casi veo cómo el aparato que llevan dentro coge las palabras que acabo de decir e intenta colocarlas aquí y allá, en este y aquel lugar, y cuando descubre que las palabras no encajan en ningún lugar apropiado, la máquina las elimina como si no hubieran sido pronunciadas.
Los tres están inmóviles mientras ocurre todo esto. Hasta el columpio se ha parado; el sol lo ha dejado clavado en posición inclinada, con el hombre regordete pegado encima como una muñeca de goma. Entonces la gallina pintada de papá se despierta en la copa del enebro, advierte que hay extraños en el lugar, comienza a ladrarles como un perro, y se rompe el hechizo.
El gordo chilla, salta del columpio y retrocede de costado, mientras se protege los ojos del sol con el sombrero e intenta descubrir qué es eso que arma tanto alboroto en el enebro. Cuando comprueba que sólo es una gallina pintada, escupe en el suelo y vuelve a ponerse el sombrero.
"La verdad", dice, "creo que cualquier oferta que hagamos por esta... metrópolis, será más que suficiente".
"Es posible. Pero sigo opinando que valdría la pena el intentar hablar con el Jefe..."
La mujer le interrumpe y da un enérgico paso adelante: "No". Es la primera palabra que pronuncia. "No", repite [...]. Levanta las cejas e inspecciona el recinto. Sus ojos saltan como los números de una caja registradora; está observando los trajes de mamá, tan cuidadosamente tendidos en la cuerda, y mueve la cabeza en señal de asentimiento. "No. Hoy no hablaremos con el Jefe. Aún no. [...] ¿Recuerdan el informe que dice que la esposa no es india sino blanca? Blanca. Una mujer de la ciudad. Se apellida Bromden. Él adoptó su nombre, no ella el suyo. Oh, sí, creo que lo mejor será marcharnos y regresar a la ciudad y, naturalmente, haremos correr la voz sobre los planes del gobierno, a fin de que la gente empiece a comprender las ventajas de contar con una presa hidroeléctrica y un lago, en vez de un montón de cabañas junto a una cascada; luego redactaremos una oferta... y la enviaremos por correo a la esposa, ¿un error, comprenden? Creo que ello nos facilitará mucho las cosas". Se queda mirando a los hombres sobre el antiguo, desvencijado, zigzagueante andamiaje que ha ido creciendo y ramificándose entre las rocas de la cascada durante siglos. "Mientras que si hablamos ahora con el esposo y hacemos una oferta precipitada, podríamos chocar con una increíble muestra de obcecación a lo navajo y amor al..., supongo que deberíamos llamarlo, hogar".
Intento explicarles que [mi padre] no es un indio navajo, pero ¿para qué, si tampoco me escuchan? No les importa de qué tribu sea.
La mujer sonríe, hace una señal con la cabeza a los dos hombres, una sonrisa y un gesto para cada uno, sus ojos los invitan a ponerse en marcha, y avanza muy tiesa en dirección al coche, mientras va parloteando con voz joven y despreocupada: "Como decía mi profesor de sociología: 'En cualquier situación suele existir una persona cuyo poder jamás debemos subestimar'".
Entraron en el coche y se alejaron y me quedé allí pensando si por lo menos me habían visto.
--- o ---
"Soy del Desfiladero de Columbia", dije, y él se quedó esperando que continuase. "Mi padre era un verdadero jefe y se llamaba Tee Ah Millatoona. Su nombre significa El Pino más Alto de la Montaña, y no vivíamos en una montaña. Era terriblemente alto cuando yo era niño. [Pero] mi madre llegó a doblarle en estatura".
"Debiste tener una madre gigantesca. ¿Cómo era de alta?"
"Oh... muy, muy alta".
"Quiero decir, ¿cuánto medía?"
"Cuánto medía? Un tipo que vino al carnaval le echó un vistazo y dijo que debía medir un metro setenta y que pesaba unos cincuenta kilos, pero eso fue cuando acababa de verla. Aumentaba constantemente de tamaño".
"¿Sí? Cómo cuánto?"
"Llegó a ser más grande que papá y yo juntos".
"¿De pronto un día empezó a crecer, eh? Bueno, siempre se aprende algo: jamás oí hablar de una mujer india a la que le ocurriera algo parecido".
"No era india. Era una mujer de la ciudad, de Los Rápidos".
"¿Y cómo se llamaba? ¿Bromden? Ya, ahora comprendo, un momento". Se quedó reflexionando un instante y luego dijo: "¿Y las mujeres de la ciudad que se casan con un indio han hecho una mala boda, eh? Sií, creo que ya comprendo".
"No. No fue sólo ella quien le hizo empequeñecer. Todos se lanzaron sobre él porque era alto y fuerte y no quería ceder y hacía lo que le venía en gana. Todos se confabularon contra él" [...]
"¿Quiénes, Jefe?", preguntó en voz muy baja, repentinamente preocupado.
"El Tinglado. Lo estuvo acosando durante años. Era grande y fuerte y fue capaz de resistir durante cierto tiempo. Querían que habitásemos en viviendas controladas. Querían quitarnos las cascadas. Incluso se habían infiltrado en la tribu y lo acosaban. En la ciudad, lo apalearon en un callejón [para hacerle comprender que le esperaban cosas aun peores si no firmaba los papeles y lo cedía todo al gobierno] y una vez le cortaron el pelo. Oh, el tinglado es grande... enorme. Se resistió largo tiempo, hasta que mi madre le empequeñeció tanto que ya no fue capaz de seguir luchando y se rindió". [...]
"¿Qué querían que cediera al gobierno?"
"Todo. La tribu, el poblado, las cataratas..."
"Ahora lo recuerdo; estás hablando de las cataratas donde los indios solían pescar salmón con arpón... hace ya mucho tiempo. Sií. Pero si no recuerdo mal a la tribu le pagaron una gran cantidad de dinero".
"Eso es lo que le dijeron. Él les replicó: ¿Cuánto vale la forma de vida de un hombre? ¿Cuánto vale su manera de ser? No lo entendieron. Ni en la tribu lo comprendieron. Vinieron todos a nuestra puerta, con todos aquellos billetes en la mano, y querían que les dijera qué debían hacer. Le pidieron que les invirtiera el dinero, o que les dijera dónde podían ir, o que comprase una granja. Pero ya se había empequeñecido demasiado. Y se había vuelto demasiado borracho, también. El Tinglado lo había destrozado. Derrotan a todo el mundo. [...] No pueden permitir que alguien tan grande como papá ande suelto por ahí, a menos que sea uno de ellos. Es fácil comprobarlo. [...] Al final sólo bebía", susurré. No podía dejar de hablar, no hasta haberle contado todo lo que pensaba sobre el asunto. "Y la última vez que le vi corría a ciegas entre los cedros, a causa de la bebida, y comprobé que cada vez que se llevaba la botella a la boca, no era él quien chupaba de la botella, sino la botella que le succionaba a él, hasta que se quedó tan encogido, arrugado y amarillento que ni los perros le reconocían, y tuvimos que sacarlo de los cedros, en una camioneta, y llevárnoslo a un lugar de Portland, donde murió. No digo que maten a la gente. A él no lo mataron. Le hicieron otra cosa".
--- o ---
Papá [...] con las piernas muy abiertas, inmóvil, apuntando al cielo, como la primera vez que se presentaron los funcionarios del gobierno para negociar la cancelación del tratado.
"Miren, patos del Canadá", dice papá, apuntando hacia arriba.
Los hombres del gobierno miran y hacen crujir sus papeles. "¿En qué mes estamos? ¿En julio? No hay... este... ánades en esta época del año. Uh, no ánades". Hablaban como los turistas del Este, que creen que es preciso procurar hablar de forma que les resulte comprensible a los indios. Papá no parecía prestar ninguna atención a su modo de hablar. Seguía mirando al cielo.
"Patos ahí arriba, hombre blanco. Tú saber. Patos este año. Y el año pasado. Y el otro año y el otro".
Los hombres se miran unos a otros y carraspean. "Sí. Es posible, Jefe Bromden. Pero, olvídese de esos patos. Mire este contrato. Nuestra oferta podría ser muy beneficiosa para usted... para su gente... podría cambiar la vida del hombre rojo".
Papá dijo: "... y el otro año y el otro año y el otro..."
Cuando por fin los funcionarios cayeron en que les estaban tomando el pelo, todos los miembros del consejo de la tribu, que estaban sentados a la entrada de nuestra choza e iban sacando las pipas de los bolsillos de sus camisas de lana roja y negra para luego guardarlas de nuevo, mientras intercambiaban sonrisas entre sí y en dirección a papá, todos estaban riendo a mandíbula batiente. El tío R.J. Wolf rodaba por el suelo, ahogándose de risa, e iba diciendo: "Comprendes, hombre blanco".
Fue demasiado para ellos; dieron media vuelta sin decir palabra y se marcharon en dirección a la carretera, con la nuca enrojecida, mientras nosotros nos reíamos a sus espaldas. A veces me olvido del gran poder de la risa.
-- Ken Kesey 1962, 1986 Alguien voló sobre el nido del cuco, Barcelona, Estella. La primera parte copiada de las páginas 198-203, la segunda de 207-210, la tercera de 96-97.
[Republico esto después de 4 años y medio.]
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