Ruego a Dios
Cuerpo de cachorro de perro ch'api. Pelo enrulado blanco del perro muerto, de hasta nueve meses de edad. Tajo en su costado que muestra sus tripas, vísceras, columna. Pata del cuerpo del perro -- que debe pesar unos quince quilos -- que me deja arrastrarlo fuera de la avenida donde un motorista lo mató. Mancha de sangre sobre el asfalto, en el carril central, veinte pasos antes de donde yacía él.
Señor, a ese motorista enséñale a no seguir pisando animales en la calle.
Un mes antes, en un lugar cercano, recogí en un trecho de media cuadra hasta veinte pedazos de lo que, antes de ser aplastado y dispersado, fue un perro. De él solo quedaban aquí y allá trozos de cuero lanudo (color café) y grasoso y, agarrados a ese cuero, pedazos de huesos, de la columna, partes de más de una pata. Lo alcé por arranques, esperando que acabara de pasar un pelotón de motoristas acelerados, yendo entonces con apuro hasta el carril central de la avenida para retirar una parte muerta y volviendo rápido al amparo del costado de la vía, con temor al nuevo pelotón de motoristas lanzados que se me venían encima.
Señor ¿qué es de ese animal muerto ahora? Señor, hazme entender qué pasó con él. Señor, ayúdame a soportar la idea de la muerte. Reconcíliame con los cuerpos muertos, Dios.
Hoy (un sábado de la tercera semana de mayo de 2019) alcé un perro deshecho, irreconocible, un pedazo grande, muy grasoso, más otro pedazo pequeño, nada más algo de cuero agarrado a unos huesos de la columna vertebral. Y por esta muerte, te pido, Señor, perdón, porque yo soy parte de los modos de este mundo que hace estas cosas a los débiles. Alcé los restos muy cerca del edificio de la empresa importadora de maquinaria para la construcción de carreteras, para la que trabajé más de diez años. El papel en el que escribo el borrador de este informe es papel de desecho de esa empresa. Soy, o al menos, fui cómplice del desastre.
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