viernes, 2 de noviembre de 2018

Caímos

Nos caímos los tres. Volviendo de una tarde de piscina -- hartados de chuchusmuti, mote de maíz, poroto, haba, quesillo, humintas y k’allu, y con un casco del agua amarilla hecha de maíz en mi sistema -- con mi Lala, que ya casi nada, sobre la parrilla, y Neto, que tiene miedo al agua, en la barra -- muy despacio, por el borde de la vía, cansado, conversando con las wawas, siento que nos vamos a caer. Freno de a poco, lucho, forcejeo, intento durante un segundo y medio evitar la caída, pero no puedo. Es mi hija que suelta una mano, las dos manos de su agarre en los mangos de la parrilla, y se desequilibra. Cae ella, al costado derecho, fuera de la vía, en un trecho donde no hay bordillo, al suelo de tierra, y por un rato, la bicla ya quieta, frenada, creo poder evitar que Ernesto y yo la sigamos hasta el piso, pero el declive me quita piso donde apoyar el pie; cae Neto, y luego yo, con la bicicleta, su rueda trasera cubriendo una pierna de Laura, y la delantera apoyándose sobre una pierna del enano. En cámara lenta, suave la cosa: como que no lloraron ni tuvieron siquiera moretes. Se nos acerca un tipo borracho a ofrecer su ayuda, me dice “Te venció, ¿no?” Se acerca otro más, quiere sacar a Lala de abajo de la bici, pero no es necesario, ya la tengo sentada sobre un muslo y, sobre el otro, Neto. La bicicleta queda unos minutos tirada, despatarrada, ahí abajo, entre el polvo.

Montamos otra vez la máquina, vamos igual de lento, a casa. Laura me pregunta si no podemos caminar: “Va a ser lindo, pa, vamos a ir con calma”. Le digo que faltan varios kilómetros, que se olvide del miedo.

Una hora después, ya bañados, cenados y empiyamados, se me duermen, echados a mi lado sobre el cemento aun caliente del patio, mirando por el retazo de cielo libre entre las casas de dos, tres pisos, las primeras estrellas.

Noviembre 2002.

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