¿Prohibidas las bicis en el jardín botánico Martín Cárdenas?
La uniformada (con overol pardo) me dice que está prohibido entrar con bicicleta al parque. Le pido que me diga quién y dónde lo prohíbe. Dice que está en el cartel puesto a la entrada del parque. Antes de ir a ver ese cartel, le pregunto su nombre y el de su jefe en Emavra (la repartición municipal de parques y jardines, responsable de este parque jardín botánico Martín Cárdenas, así como de tantas talas y podas injustificadas por todos lados en la ciudad). Me los dice.
Los dos carteles, impresos en láminas plásticas, fijados a las puertas metálicas de entrada al parque — uno sobre el uso del parque por el público general, y el otro sobre el ingreso a él de grupos — no hablan de bicicletas; sí lo hace una línea escrita a mano con marcador verde al cabo de uno de ellos: "y no olvidar las bicicletas!"
Entro de vuelta al parque. Le digo a la uniformada que los carteles no son anticiclistas (se lo digo en su lenguaje). Ella menciona la línea aumentada con marcador... Argumenta que el parque es para uso de estudiantes, ya no recuerdo si de agronomía o de forestería (pero no es de uso exclusivo de ellos; entré aquí muchas veces y nunca me miraron ni a mí ni a la bici). Que si no fuera así, cobrarían el ingreso (medida municipal indeseable, puesta para discriminar a los tipos de públicos que usan los parques, excluyendo de ellos a algunos, privados de monedas sueltas). Que si entra un ciclista, "como todos nos copiamos de todos" (cosa que es cierta), van a querer entrar otros ciclistas.
Les aclaro a ustedes que yo no entré al parque montado en mi bicicleta, sino llevándola de la mano, a mi costado. También les cuento que, aunque rodeado por el tráfico de vehículos a motor por todos sus costados, inclusive al norte, por la ruidosa avenida Villazón que va a Sacaba, el parque botánico — que está saliendo del valle, hacia el lado este, lindando con la estribación norte de la colina de San Pedro — es grande, tiene corredores amplios con suelo gramado, y sus plantas y el follaje de sus árboles protegen un poco su ambiente de la agresión motorista que lo acota.
Quiero preguntarle a la uniformada cómo perjudicarían al parque veinte o hasta cincuenta ciclistas que no pedalearan sus bicis sino que nada más las jalaran o empujaran sin montarlas. Pero no se lo pregunto. Ella habla ahora con su jefa, más joven que ella, la que hace un rato le señaló mi bici con un gesto de cejas, ojos y quijada, entiendo que diciéndole que se ocupara de ralearla.
Mientras ellas hablan, yo paso por su lado, voy un trecho más allá, hago parar mi bicicleta apoyando su pedal sobre una piedra, cerca de una pareja de enamorados que relajean sobre una banca, y que, sin saberlo, la cuidarán, saco mi libro de la mochila, y, caminando de aquí para allá, me pongo a leer al obispo Newbigin sobre cómo fue en y por el cristianismo que este mundo en que vivimos, con ciencia y cambio abierto hacia el azar (inclusive hacia la autodestrucción total), en el curso de unos siglos, se fue haciendo.
Las uniformadas, inmersas en su administrativa o regulatoria conversación, no me ven, me dejan pasar a su lado. Y como muchas veces, una vez quieta, en lugar abierto, la bicicleta no se hace ver o se esconde, o se camufla: inconspicua: decente.
Esto pasó al fin de noviembre o empiezo de diciembre.
No creo que haga falta que les pida a los lectores ciclistas de este cuaderno que viven en Cochabamba (1) que vayan al botánico en bici, que entren sin pedalear, que sienten presencia ciclista allí, sin estruendo, por favor, presencia ciclista suave, medida para no despertar innecesariamente la exclusión, pero que, dado el caso, defiendan ante las empleadas municipales nuestro uso ciclista del parque, y (2) que se acerquen a Emavra y cuestionen la pretendida prohibición de meter bicis al botánico (cosa que haré recién la semana que viene). Siempre con la mira en defender el uso público de los lugares públicos, la universalidad de su acceso, que no se excluya o discrimine a nadie de ellos.
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