La pacificadora y un apaciguado
La pacificadora del tráfico. Por la avenida Víctor Ustáriz, un día de noviembre del año pasado, me adelanta una motociclista que jala detrás de su máquina un acople con sus dos hijos, hombre uno y mujer la otra, de 3 y 4 años. Va en la caja acople, además, una cantidad de alguna mercadería. La mujer, de hasta 35 años de edad, puede que sea distribuidora al por mayor a tiendas que venderán al detalle.
Se baja la mujer de la moto, luego de estacionarla a la derecha, junto al bordillo de la acera. Cruza ella, con un trote tranquilo y seguro, la avenida, y se acerca a la boca de una tienda de barrio, donde, convocando con un toque de timbre a la tendera, conversa brevemente con ella, libretas en mano ambas.
Me asombra la confianza con que deja solos dentro de la caja acople a sus hijos, a una distancia de un tercio de cuadra en el carril adjunto opuesto. ¿Las wawas? Desentendidas del tráfico –– que a esta hora, la primera de la tarde, es moderado aquí –– hablan entre sí, quietas. La pequeña mano morena del varoncito, que empuña el borde de lata gruesa, pintada de color azul, de la caja que los contiene a él y su hermana. La voz con que ella le pide a él algo, la voz clara de ella.
Vuelve la madre, monta sobre la moto, arranca el motor, se devuelve al centro movido de la avenida que ella y sus wawas, así, aquí, pacifican.
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Hombre apaciguado en un camino semirrural. Son tres las wawas que el flaco lleva sobre la moto deportiva de 150 a 200 de cilindrada. Wawas de entre dos y tres años de edad. El par de adelante, envueltas ellas por los brazos del hombre, son mujercitas. Al viento el cabello negro, delgadito de la flaca que rompe el aire en la marcha de la moto. La mirada abstracta. Y su cara... Ella está ahí, en el camino, sobre la moto, en su lugar. Es llevada, y este ser ella llevada, en su parecerse a ella flotar, a ella dejarse ir, me muestra el centro del atractivo del ser transportado. ¿Volar? No; sin esfuerzo, flotar, derivando. ¿Caminar? No; sin sudar piernas, ser llevado, ser ido, dejarse mover.
A la wawa que va pegada a la espalda del muchacho de entre 28 o 30 años, no la vi tanto como para decir algo de él o ella.
Una o dos wawas serán hijas suyas, uno o dos de ellas serán sobrinos de este hombre apaciguado en un camino semirrural.
El vislumbre mío de un fulgor en los ojos muy negros de la wawa que es el queso del sándwich que es el grupo. El brillar su mirada, el herirme el rayo de sus ojos desde su cara jubilosa.
Fue en la mañana de hoy, un viernes de noviembre del año 19, por la calle San Isidro, hacia Matenda.
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