El olor del molle
No se puede hablar con tu pasajero yendo por la Blanco Galindo. Ernesto, el enano de tres años, va sobre la barra, su cabeza está a centímetros de la tuya, te cuenta cosas, pero no lo oyes; tienes que inclinarte más, pedirle que repita. Y también caminando a la vera de esa avenida, puedes sentir la invasión del ruido de los motores, su potencia abusiva. Si vives cerca de la avenida, lo peor es que este ruido malo no para, disminuye pero no para nunca.
Comparar esta agresión, daño absoluto con: Volvía contento de Yanpartikuy, mi hija sentada sobre la barra, asida segura al manubrio, con las piernas levantadas para no estorbar el pedal cíclico; saltábamos limpio sobre la piedra, hacíamos gráciles los pequeños bateones, usábamos tramos de la cuneta, íbamos rápido. Ella me contaba cosas de su pujllay; entre sus silencios, yo cantaba hasta ahora no entiendo, hasta ahorita no engrano, por qué agujero de tu alma se fue chorreando mi amor. Laura tenía agarrada una ramita florida verde de molle; desprendió la mano, la estiró hasta mi nariz: pude oler.
Inicio del otoño de 2003.
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