domingo, 5 de marzo de 2017

Víctor y yo en el Ángelamayu puente

Ángelamayu o Khespimayu (dato que pregunté a mi ex suegro), a unas cuadras del Reducto, se llama la torrentera sobre la que está el puente por el que pasaba yo este mediodía de miércoles, a la una menos cuarto, de ida a la escuela a recoger a mis wawas, rápido nomás, y quizá algo distraído, como que anoche dormí poco, cuando, ahí nomás, la wawa, Víctor, de seis a ocho años (su nombre me lo dijo, a instancias de su hermana, algo mayor, una vez terminada la tensión, sofocado el inicio de lloro, y viendo que no había ni un rasmillón, que más había sido el susto, cuando yo acababa de reponer en su pie el calcetín, el quichute que le saqué para ver la consecuencia de mi llanta sobre, contra su pie) cruzando el puente, aparentemente sin verme ("Antes de cruzar la calle, mirar, siempre mirar", le dije, fabricando coartada, yo), y frené, hubo tiempo, torcí, pude, y solo le pisé el pie, no le di en el cuerpo, respeté sus piernitas, evité lo feo, sólo su pie delgadito. Pero, normalmente, estos ch’itis apurados no me descuidan, casi siempre estoy atento a esto que a veces pasa, y lo preveo, me aparto, a veces hasta bajo la velo; en todo caso, no me pasa. Es que hoy, adormilado, bostezando, automatizado, y demasiado rápido, no eché la mirada suficientemente adelante. Hoy atropellé a un niño que caminaba. Incluso pudo ser que Víctor me viera, pero que calculara mal mi velocidad; estará acostumbrado a bicis más lentas, más consideradas. Hacía tiempo que no chocaba con gente. Cuidado, ciclista.

Marzo del 2009.

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